viernes, 18 de diciembre de 2015

La magia de la navidad. Capítulo 3

¡Hola, bichines!
Lo sé, lo sé. 
"¿Dónde has estado? ¿Y ese horario que te habías hecho? ¿No subías miércoles y sábados? ¿Qué haces aquí un viernes?"
Soy un desastre. Soy consciente. Pero tengo una buena excusa. Veréis... Yo... Y entonces... Así que... Y al final... Y esa es la historia de por qué no he traído capítulo antes. ¿A que ha quedado todo totalmente claro?
Ahora sin bromas, he estado liadísima con la universidad y con dolores de cabeza (porque sí, me pongo mala más a menudo de lo que querría). De hecho, omitamos el hecho de que yo debería estar ahora mismo estudiando a Luciano y no subiendo entrada. Pero no quería dejaros más sin el capítulo 3 (recién salido del horno, por cierto, acabadito acabadito de escribir). Además, reconozcámoslo, Luciano, todos te queremos mucho no creo ni que sepáis quién es, antes no lo sabía ni yo pero lo que hay entre los bichines y yo no es comparable y se merecen este capítulo. Es una relación difícilmente equiparable a nada. 
Y nada, bichines, aquí os lo dejo.
Como dato informativo, he sufrido un poco un montón escribiéndolo, no sé por qué. Pero me ha llegado a la patata. A ver si a vosotros también os pasa (que no es que quiera que lloréis ni na'). ¡A disfrutadlo! O sufrirlo, ya como veáis
Nada más por mi parte, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!

CAPÍTULO 3
La muchacha se encontraba tras una estantería con el hilo para colgar de una figura de un muñeco de nieve sujeto entre sus dientes mientras buscaba un lugar para colocar otro adorno de un Papá Noel cuando sonó la puerta de entrada. Ya había indicado con un cartel que la tienda no estaba abierta, puesto que hacía rato que la hora de cerrar había pasado—debían de ser más de las nueve y media—, así que solo podían ser su madre y su hermano.
—Ten cuidado—oyó que decía la voz de su madre.
—Sí, sí—masculló Pedro con malhumor.
Carla se asomó desde detrás del mueble y lo que vio la dejó petrificada de la perplejidad: Ambos cargaban, con evidentes esfuerzos, un enorme árbol de navidad aparentemente más alto que el propio Pedro, que medía entre el 1,75 y el 1,80.
—Carla, cosa preciosa—le dijo Pedro con obvia ironía, mirándola como si la sangre no le llegase correctamente al cerebro a la chica—, ¿te importaría sacarte lo que seas que llevas en la boca, lo cual no puede ser más preocupante, y ayudarnos?
Carla dejó el muñeco de nieve y el Papá Noel en una balda y se acercó a ellos.
—¿Qué es eso?—Les sujetó la puerta para que les fuera más sencillo terminar de meter semejante mole.
Nuria, en silencio, se limitó a arquear una ceja ante la pregunta pero, como le faltaba el aliento por el esfuerzo de empujar para que la parte baja del árbol cupiese por la pequeña puerta, no dijo nada. Fue Pedro quien, más acostumbrado a hacer deporte y con mayor resistencia física, respondió:
—En serio, hermanita, sea lo que sea lo que te has tomado en nuestra ausencia para tal alarde de inteligencia, yo también quiero un poco—bromeó sonriendo burlón—. Se le llama árbol de navidad.
Carla lo fulminó con la mirada.
—Ya sé lo que es. Quería decir que qué hace aquí.
Por fin consiguieron meterlo dentro y lo pusieron en pie. El árbol se irguió en medio de la tienda como un lío descomunal de ramas verdes desordenadas. Lo único que podía pensar Carla era que eso iba a costar demasiadas horas decorarlo y que le iba a faltar tiempo para salir despavorida.
—¿Qué hace aquí?—repitió siguiendo a su madre afuera del establecimiento. Su hermano se quedó dentro ordenando el caos que era el nuevo miembro de los adornos navideños.
—He convencido a Pedro de comprar uno porque creo que, si se ve desde el escaparate, va a dar muy buena impresión—explicó ya recuperada aunque con alguna perla de sudor decorando su frente.
Llegaron al coche y Nuria depositó sin pedir permiso una caja en los brazos de su hija. Ésta la miró, no sin desagrado y cierta suspicacia, y luego a su madre, quien le devolvió la mirada tras cerrar el maletero, esbozando una inocente sonrisa.
—¿Por qué me miras así, cariño?
—No sé si quiero preguntarte qué hay en esta caja...—murmuró Carla.
—Cosas para el árbol, por supuesto—respondió su madre sin percatarse, en apariencia, del tono de desasosiego que poseía su hija en la voz—. La abuela nos las ha dado. Por lo visto las tenía guardadas sin ningún uso en el trastero.
Carla depositó, otra vez, una caja llena de adornos en el mostrador. Casi se estaba estremeciendo de pensar en más horas dedicadas a esa labor tan aburrida. Menos mal que tenía pensado poner pies en polvorosa tan pronto como fuese necesario.
—Ahora entiendo por qué no querías que nos enteráramos de adónde tenías pensado ir.
—Eso fue lo mismo que dije yo cuando llegamos a la tienda—rezongó Pedro.
—Sois los dos unos exagerados—dijo Nuria con una enorme sonrisa—. La tienda va a quedar preciosa. Quiero decir, más. La has dejado muy bien, cielo—dijo admirando el trabajo de Carla.
Ella estuvo entre hinchar el pecho de orgullo o suspirar de solo recordar lo coñazo que era hacer esa tarea, y más si era sola. Por lo menos, gran parte de la tarde se le había pasado volando gracias a Álex.
—¿Qué tal te ha ido la tarde?—se burló Pedro—. Por tu cara... Déjame adivinar... ¿Tan bien que accederás a ser tú la que se dedique al arreglo del árbol?
—Más quisieras, hermano.
—Lo vas a disfrutar y lo sabes.
—Tanto como tú la colleja que te vas a acabar ganando—siseó ella, lanzándole una sonrisa algo salvaje.
—No seas tonta—le dijo y se acercó a ella para pasarle un brazo por los hombros. Estuvo tentada de apartarse; su hermano, siendo cariñoso, tenía más peligro que siendo agresivo—. No podrías llegar a mi nuca ni con tacones. Y aunque así fuera, no te ofendas, pero creo que el sufrimiento de tu torta con el que tú has pasado esta tarde no es comparable.—Y para finalizar con su mofa, le revolvió el pelo.
Antes de que pudiese responder, su madre volvió de la trastienda y los miró riéndose.
—Anda, dejad de picaros. Os invito a cenar adonde queráis.
—Pizza—exclamó Carla.
Pedro sacudió la cabeza.
—Pero si pizza comimos hace nada. Yo prefiero mexicano.
—¿Y eso no lo comimos hace poco?—replicó Carla alzando una ceja.
—Pues no, listilla, lo comimos...—Clavó la vista en un punto indefinido mientras contaba con los dedos.
—Antes de ayer—lo ayudó Carla.
Nuria observaba la conversación con una mezcla de resignación y diversión aunque sabía perfectamente el final de las riñas de sus hijos: Acabarían echándolo a cara o cruz y Pedro le cedería a Carla la victoria. Se picaban como verdaderos críos pero no podían vivir el uno sin el otro.
—¿Y si lo decidís por el camino?—sugirió finalmente su madre—. Total, ambos lugares están en la misma zona de la ciudad.
Carla y Pedro perdieron por fin el firme contacto visual que estaban manteniendo para ver quién se imponía a quién y se giraron hacia la mujer, quien ya estaba cogiendo los chaquetones de la percha. Volvieron a mirarse y, tras unos segundos, respondieron al unísono:
—De acuerdo.
Nuria sonrió y les tendió los abrigos.
—Perfecto. Pues vamos.
Se abrigaron, recogieron las pocas cosas que estaban por en medio rápidamente, apagaron las luces y cerraron, dejando la tienda perfectamente decorada con el árbol ocupando media tienda para el día siguiente.
Mientras su madre cerraba, Carla miró el belén del escaparate, rememorando los recuerdos que la habían atormentado y la llegada de Álex. No sabía ni el cómo ni el porqué, a pesar de su malhumor inicial, ahora se encontraba perfectamente contenta y alegre, todos esos nubarrones negros anteriores bien lejos. Era extraño.
No sabía exactamente cómo definir la tarde, en todo caso mala no. Sin darse cuenta, estaba incluso sonriéndole al belén, cuando hacía solo unas pocas horas había estado llorando con una de sus figuras en las manos.
Un brazo sobre sus hombros la distrajo de sus pensamientos y se volvió hacia un rostro escrutador.
—¿Qué pasa, Pedro?—preguntó, si bien no se separó del abrazo de su hermano. Esta vez no parecía querer chincharla.
—Parecías estar a kilómetros de aquí. ¿En qué pensabas?
—En que papá perdió el bastón de san José Dios sabe dónde.—Al instante de que tales palabras saliesen de su boca, se arrepintió—. Y bueno, que el niño Jesús tiene una cara muy perturbadora.
A pesar de que intentó arreglarlo, el daño ya estaba hecho: Tanto su madre como su hermano se veían como si no diesen crédito a lo que escuchaban. Y no era para menos, Carla nunca jamás sacaba el tema de su padre, y nunca era nunca. Y sin embargo ahora se le había escapado de los labios antes de darse cuenta siquiera de que era eso lo que iba a decir. Debía ser porque el tema estaba en su subconsciente.  
Inmediatamente Pedro y Carla dirigieron los ojos hacia su madre, la que peor había llevado el hecho de que su padre hacía años los abandonase sin prácticamente dejar rastro. Nuria se quedó momentáneamente paralizada con las llaves a punto de girar en la cerradura de la verja, y Carla vio cómo cogía aire trémulamente con un débil movimiento de hombros antes de cerrar y ponerse en pie.
—¿Mamá?—murmuró Carla con una mueca.
—¿Estás bien?—preguntó Pedro a su vez.
Nuria asintió y su enorme sonrisa no titubeó ni un segundo. Carla no tenía claro si se hacía la fuerte o si verdaderamente en los últimos años ya lo había superado a base de no sacar el tema e ignorar que alguna vez sucedió. Así era, en todo caso, cómo Carla había logrado sobrellevarlo, fingiendo que jamás había pasado.
—Sí, por supuesto. Vamos a cenar, me muero de hambre.
Hijo e hija movieron afirmativamente la cabeza y sonrieron yendo hacia el coche, llevando a cabo la misma táctica que seguían desde hacía muchos años: Permanecer lo más unidos que podían mientras el mundo a su alrededor se tambaleaba siempre por el tema del padre de la familia.

-_-_-_-_-_-
La Carla de dieciséis años abrió los párpados y lo que encontró le heló la sangre en las venas.
Ante ella, se reproducía una de las tantas escenas que, durante años, habían atormentado tanto sus momentos despierta como dormida, y ella, en una esquina de pie, no podía moverse, ni hablar, ni interactuar de ninguna forma, solo mirar. Era plenamente consciente de que esto debía ser un sueño pero no había forma humana de despertar por más que quisiera. Era obvio que su mente quería torturarla así que cogió aire trémulamente y, con una mezcla de sensaciones, se concentró en lo que estaba pasando.
Una Carla más pequeña, de seis añitos, sonrió emocionada desde su asiento en las rodillas de su padre—ante su visión, la adolescente no pudo menos que estremecerse— al ver aparecer a su madre con una caja en brazos, la cual depositó en la mesa del salón.  
—Mirad lo que traigo.
—Voy a ir a coger el árbol—dijo Juan con la sonrisa intuyéndose en sus palabras.
—¡Vamos a montar el árbol, vamos a montar el árbol!—canturreó Carla poniéndose en pie de un ágil salto y colocándose alegremente junto a su madre. Juan abandonó la habitación, para alivio de la Carla mayor—. Pedro—lo llamó la chiquilla, mirando a su hermano sentado en la esquina del sofá, con, como siempre, el mando de la televisión en sus manos y una mueca entre disgustada y aburrida—, ¿no estás ilusionado? Por fin vamos a montar el árbol. ¿No te parece genial?
Pedro pareció por su expresión que contenía un suspiro y abandonó su posición arrellanada en el sofá para levantarse también.
—Claro, hermanita—le respondió—. Me parece genial.
La pequeña no fue capaz de intuir el tono nada ilusionado de su hermano; Nuria—y la otra Carla—, sin embargo, sí, y se mordió el labio dándole un vistazo rápido a su hijo. La joven que estaba soñado recordaba que Pedro había perdido mucho entusiasmo en el último tiempo con la navidad y más específicamente con las actividades en familia y, a juzgar por su rostro, Nuria sabía el porqué. Y la chica de dieciséis años, también.  
—Llevo todo el año deseando que sea navidad y ya por fin está aquí.
Carla, por el contrario, seguía tan ajena a lo que ocurría como correspondía a una niña de su edad, y aun hoy la Carla adolescente se preguntaba cómo había dejado escapar tantos detalles.
Nuria abrió la caja y, mientras el padre aún cogía el árbol, los tres hurgaron en ella para ver qué adornos había del año anterior. Enseguida, Pedro agarró un espumillón y se lo colocó a Carla en el cuello. Tanto la Carla mayor como la pequeña sonrieron. Algunas cosas nunca cambiarían.
—Qué guapa estás, mi niña—comentó la madre y dejó con dulzura un suave beso en la mejilla de su hija.
—Gracias, mami.
—Ya traigo aquí conmigo el árbol para decorarlo—anunció Juan con tono cantarín y entró en el salón con él para luego depositarlo en el suelo. Rió al ver a su hija—. La niña más preciosa de la casa.
Carla sonrió henchida de orgullo ante el piropo y corrió inmediatamente hacia él para admirar el árbol, aunque siempre era el mismo.
—Es... Enorme. Y fantástico.
—Es el de todos los años—replicó Pedro.
—Pedro...—lo amonestó Juan sin mirarlo siquiera, ordenando las caóticas ramas.
Solo la joven de dieciséis años y Nuria vieron la mirada enfadada y resentida que el hijo le lanzó al padre. Duró un único segundo pero fue suficiente.
Nuria se vio algo dudosa, como si quisiese decirle algo o a Juan o a Pedro. No obstante, sus hombros se movieron al ritmo de una respiración profunda y, tras pasear la vista de su marido a Carla y vuelta, habló:
—Voy a ir a la cocina. ¿Queréis que traiga polvorones?
—¡Sí!—dejó escapar Carla con un grito y dio palmadas—. ¡Por supuesto!
—Yo también quiero.
—Y yo.
—Oído—contestó Nuria asintiendo una sola vez y ahora fue ella la que salió del cuarto.
—Princesa—llamó Juan a su hija y ésta ladeó la cabeza—, ¿por qué no vas trayendo ya algunas bolas para ir poniéndolas?
La Carla adolescente sintió que parte de aire abandonaba sus pulmones. Princesa... Su pequeña princesita...
La pequeña asintió repetidas veces y avanzó casi corriendo a la caja. Juan volvió la cabeza hacia su hijo y le sonrió con ganas, sin obtener una respuesta similar de Pedro.
—Y tú, campeón, ¿y si me traes algo de espumillón como el que tiene tu hermana en el cuello?
—Vale.
La Carla más mayor lo miró fijamente. Definitivamente se dio cuenta enseguida de lo que pasaba con su padre.
Mientras ambos hermanos rebuscaban en la caja y asían lo que les había pedido Juan y a la vez que Nuria entraba en la habitación con una bandeja con dos vasos de zumo, una botella de agua y café, junto con un plato llenó de polvorones, la música de un móvil al recibir una llamada sonó. Tanto Nuria como Pedro dirigieron al instante sus ojos a Juan, que era de donde venía el sonido, los dos medio paralizados en sus asientos. La muchacha de dieciséis años también tensó cada músculo de su cuerpo.
—Papá, ¿te están llamando?—preguntó inocentemente la pequeña, volviendo solo a medias su cabecita.
Juan no respondió inmediatamente, antes se sacó el teléfono del bolsillo y comprobó quién era. La joven sintió que enfermaba al ver cómo el semblante de su padre se iluminaba.
—Sí. Están llamándome, princesa. Y tengo que responder. Ahora vuelvo.—Y cruzó la puerta hacia la cocina sin siquiera mirar a Nuria, descolgando al mismo tiempo.
Y antes de poder ver nada más, Carla se despertó por fin envuelta en sudor y temblores en su cama. Se quedó mirando un punto fijo de la oscura pared de su habitación y notó las lágrimas resbalándole por las mejillas ante un sueño que no recordaba al cien por cien pero que sí sabía de qué trataba, y ya solo eso era suficiente para hacerla sentir una horrible presión en el pecho.
Encogió las rodillas y ocultó la cabeza en sus brazos apoyados en éstas, sollozando en silencio.
No podía evitar, aunque lo había intentado con todas sus fuerzas durante diez años, que cada recuerdo con su padre fuese como punzones en su alma que la machacaban hasta límites insospechados. Debería superarlo, era consciente. El tiempo todo tenía que curarlo. ¡Habían pasado nada más y nada menos que diez años! La lógica dictaba que ni siquiera debería recordar estas cosas.
Y, aún así, cada navidad lo hacía. Cada navidad lo pasaba mal por una persona que había abandonado a su familia, una persona que había mancillado una época entera del año, una persona que no merecía sus lágrimas.
Odiaba la navidad. No era mágica. No era más que puro marketing. Odiaba lo que su padre había hecho. Y odiaba cada día de frío y regalos y decoraciones que le recordaban que nunca había disfrutado de una figura paterna.
La joven miró, cuando las lágrimas se lo permitieron, el reloj y, al ver que eran las cinco, decidió que ya se había desahogado bastante. Se secó las gotas con el dorso de la mano, se pasó las palmas por las mejillas, cogió aire con un jadeo, mantuvo unos minutos los ojos cerrados para serenarse y se volvió a acomodar en la cama.

Por suerte, a los cinco minutos volvió a dormirse plácidamente. 

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-Lena

lunes, 7 de diciembre de 2015

La magia de la navidad. Capítulo 2

¡¡Hola, bichines!! 
Aunque hoy he ido al cine y he salido un poco trastornada mentalmente desorientada  por el final de la película (santamierdabendita, qué llorera me he pegado) quería traer el capítulo 2 de La magia de la navidad sin más dilación así que he dejado de lado mis feelings y me he concentrado en mis bichines (cuando digo que soy un sol, me quedo corta, ¿verdad). Ya aquí podemos conocer por fin al maravilloso Álex Leonardo di Caprio ejem  y también aprendemos algo más de Carla y su pasado. Pero me voy a callar ya, que al final me voy de la lengua y os coméis unos pedazos de spoilers que no me los creo ni yo. Me callo, me callo, y os dejo a vosotros descubrir de qué va el capítulo.
Espero fervientemente (qué finura, por Dios) que os guste muchísimo y lo disfrutéis tanto o más como yo escribiéndola. Y sin más demora, damas y caballeros, bichines de todos los géneros, ¡a leer se ha dicho!
Y nada más por mi parte, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!

CAPÍTULO 2
Carla no hacía más que alargar lo inevitable. Desde hacía casi tres cuartos de horas, las energías las estaba gastando en cualquier cosa menos comenzar con las decoraciones. Y cada vez que pasaba por su lado, la caja parecía mirarla como si se riese de ella, burlándose de sus intentos vanos de limpieza consistentes en recoger todo objeto que se cruzase ante sus ojos y en barrer o fregar una tienda que un día de estos iba a servir incluso para comer en su suelo de lo limpia que siempre estaba.
Llegó un punto que estaba hasta pasando un trapito húmedo en las teclas del viejo ordenador, donde una mugre se pegada a él de tal forma que ni con litros de lejía podría quitarla.
Y fue en ese momento cuando se dijo que ya era tiempo de empezar, que cuanto antes lo hiciese, antes acabaría. Sabía que llevaba minutos y minutos atrasándolo pero realmente se le hacía un mundo pensar en lo que tenía que hacer.
—Os tengo mucho asco, lo sabéis, ¿verdad?—le preguntó Carla a las decoraciones y lanzó el trapo húmedo sobre la encimera. No iba a haber respuesta. Simplemente le relajaba hablar sola—. Pero mucho, mucho.
Comenzó a sacar cosas, primero mucho espumillón de todos los colores posibles, rojo, verde, plateado y el dorado que llevaba en el cuello desde que su hermano se lo había puesto. Luego, muñequitos de muchos tamaños para colgar o colocar en las estanterías o en todo sitio posible. Tras eso, extrajo las figuras cuidadosamente envueltas en papel de periódico de un pequeño misterio que solían poner en el escaparate. Las fue desenvolviendo y agrupando con cuidado en el mostrador: La virgen María, el niño Jesús, la mula, el buey, san José y el angelito. Las observó un momento para ver si faltaba una y entonces no pudo evitar una carcajada que se escapó de sus labios.
—Vaya, parece que tenemos un San José manco y un angelito que ha perdido un ala.
Efectivamente a uno le faltaba la mano y a otro la parte de arriba de su ala. Recordaba que a María siempre le faltaba pintura en su falda y hacía tiempo que san José no tenía bastón, por no hablar de la cara de niño diabólico del niño Jesús. Menos mal que el belén de casa era mejor o le daría maldito miedo bajar al salón a por algo y que el niño Jesús la mirase con ese rostro tan siniestro. Al parecer, este año el misterio tendría que colocarlo de forma que esas malformaciones se quedasen ocultas.
Por fin acabó de sacar todo lo que le quedaba, y miró la tienda y luego a las cosas para ver dónde ponerlas. Comenzó por coger su móvil y ponerse algo de música que la animase. Hizo sonar una canción que siempre le subía el estado de ánimo a pesar de que la letra dejaba mucho que desear y se dispuso a la tarea mientras tarareaba entre dientes: Despejó el escaparate y preparó con algo de cuidado la zona donde irían las figuras. La calle de fuera que se observaba correspondía perfectamente al inicio casi del invierno: La poca gente que se atrevía a salir llevaba gruesos abrigos, bufandas y gorros. Era uno de esos días creados para estar en casita o, en su defecto, en una tienda trabajando pero con calefacción. Y era, además, uno de esos días que definían perfectamente el invierno y que traía a la cabeza de Carla cosas que prefería mantener escondidas en lo más recóndito de su mente.
Sacudió la cabeza alejando eso de su mente lo más rápido que pudo y colocó las figuras. Pero irremediablemente no logró luchar contra su propio cerebro y unas imágenes sueltas acudieron raudas para hacerle recordar uno de los motivos por los que el invierno era esa estación que siempre deseaba que pasase rápido.
Se recordó a sí misma con unos cuantos años menos, vestida con un disfraz de princesa hasta los pies y de brillantes mangas francesas. La virgen María se quedó en sus manos mientras Carla volvía a un pasado tormentoso.
La niña estaba sentada en una silla con su madre cepillándole el pelo para prepararla para un cumpleaños que tenía en el cual había que ir disfrazado. Desde que le regalaron el vestido de princesa por su séptimo cumpleaños había estado poniéndoselo para estar por casa pero por fin iba a poder enseñárselo al mundo. Estaba muy ilusionada y no dejaba de balancearse en la silla.
—Cariño, tienes que dejar de moverte.
—Yo siempre he pensado que era un poco hiperactiva—murmuró distraídamente Pedro estirado boca arriba en el sillón con un libro en sus manos—. No sabía que tanto.
—No sé qué es ser hiperactiva—respondió la niña y le dirigió una sonrisa mellada y deslumbrante—. ¿A qué ya empiezo a parecer una princesa?
—Lo eres, cariño—le susurró Nuria antes de darle un beso cariñoso en la mejilla.
—Papá siempre decía que yo era su princesita—dijo la niña sin ser consciente de cómo el aire en la habitación de repente pareció desaparecer—. Su pequeña princesita...
Las manos que cepillaban y recogían su pelo ya no eran tan seguras como antes. Pedro se sentó recto y siguió leyendo, o al menos eso era lo que pretendía aparentar. Carla miró sus manitas entrelazadas sobre la falda y sintió que sus ojos escocían. Hacía meses desde que su padre abandonó su casa y desde entonces, todas las noches, Carla había esperado como aquel día junto a la ventana a que su padre regresase.
No lo había hecho.
El nombre de su padre había dejado de ser pronunciado y la casa había vuelto a la normalidad. En apariencia así era. Sin embargo, Carla escuchaba a su madre llorar algunas noches y Pedro había adoptado la costumbre de encerrarse en su habitación por horas en absoluto silencio y no dejaba a nadie entrar.
—No ha llamado, ¿no, mami?
Pedro alzó la mirada para entrelazarla con la de su madre.
Nuria cogió aire desde la espalda de Carla y al segundo continuó con su tarea inicial, procurando ser una madre que poseía entereza y fortaleza.
—No, cariño. Pero llamará, no te preocupes, cielo. Solo estará ocupado.
—Han pasado cinco meses...—dejó escapar Pedro.
—Pedro.—Compartió con Pedro una mirada como de quien tiene un acuerdo tácito. Carla no lo vio, las lágrimas quemaban sus ojos, los cuales apuntaban hacia abajo—. Vuestro padre tiene muchas cosas que hacer.
—Lo echo de menos.
—Todos lo hacemos, mi niña.—Nuria se arrodilló frente a ella y le alzó el compungido rostro con las manos. Le sonrió ampliamente—. Y ahora sonríe, que las princesas están mucho más guapas sonriendo.
Carla asintió e hizo caso a su madre, sonriendo todo lo que pudo, hasta que los músculos de sus mejillas dolieron.
De vuelta al presente, Carla abrió los ojos y los clavó en algún punto indefinido notando las lágrimas rodar por sus mejillas. Eran recuerdos que se le clavaban en el corazón como astillas y que, no obstante, no era capaz de olvidar a pesar de que era bastante pequeña cuando pasaron.  La vida era tan irónica a veces.
El sonido de la puerta hizo que sufriese un sobresalto.
—¿Hola?—preguntó a su espalda la voz de un chico.
Carla rápidamente se secó las lágrimas con las palmas de las manos y se levantó. Menuda rachita de mala suerte que llevaba, hoy no era su día. Se le estaba acumulando todo: Tener que quedarse sola haciendo cosas que se le hacían cuesta arriba, llorar como una cría por cosas que habían pasado hacía diez años, que llegase un cliente y encima tener que fingir ser amable.
Se giró y contó hasta diez.
—Buenas tardes.
—Buenas.—Un chico joven en una chaqueta negra de cuero y con el pelo rubio ligeramente húmedo le sonrió ampliamente aunque su expresión estaba surcada de un poco de incomodidad, seguramente por sus ojos rojos y aun lacrimosos—. Espero que estéis abiertos.
Carla asintió con la cabeza y fue hasta el mostrador para quitar la música y además terminar de quitarse los restos de sus mofletes. Luego se volvió hacia el muchacho e intentó darle su mejor versión de sonrisa amable.
—Si necesita cualquier cosa, hágamelo saber.
Iba a caminar hacia donde estaba antes y seguir con su tarea; sin embargo, se quedó quieta cuando el chico avanzó hacia ella sin abandonar su sonrisa y le tendió un paquete de pañuelos que se sacó de su chaqueta.
—Toma, creo que a ti te hace más falta que a mí.
—No me hacen falta, estoy perfectamente—le respondió hoscamente. No pudo evitarlo, le había salido solo.
¡Si es que con el humor que arrastraba lo que menos se le antojaba era aguantar al simpatiquillo de turno! Ella no era la educada de la familia, para ello ya estaba su madre. Ella era otras cosas, ordenada, por ejemplo, pero no tenía demasiada paciencia. Esperó a ver una expresión confundida o aturdida en el atractivo rostro del chico, quizás incluso molesta.
No perdía su sonrisa ni por esas.
—Además no me llames de usted. ¿Qué tenemos? ¿La misma edad?—continuó él como si no hubiese escuchado su comentario. Su mano, que le tendía los pañuelos, siguió alzada sin moverse. Carla notó que un calor avergonzado le subía por el cuello—. Y sí, me gustaría que me ayudaras. Para empezar, cogiendo un pañuelo que un desconocido con buenas intenciones te tiende. Te prometo que son totalmente inofensivos.
La chica vaciló antes de animarse a sonreír, ahora sí, sincera y atoradamente, y aceptó un pañuelo con el que enjugó algunas lágrimas rezagadas y se secó la parte de abajo de la nariz por si tenía algún moquillo.
—Gracias...
Él se encogió de hombros, su sonrisa no tambaleó en ningún momento.
—Y ahora, ¿podrías ayudarme a mirar un regalo? La verdad es que soy bastante malo con estas cosas.
Carla miró el trabajo que tenía por hacer y decidió que su madre preferiría que atendiese a un cliente antes que colocar los adornos. Hasta ella lo prefería.
—Está bien. Para el chico de los pañuelos podré hacer un esfuerzo por dejar las decoraciones navideñas un rato—dijo, permitiéndose bromear un poco para relajar la tensión que ella misma había creado—. ¿Para quién sería el regalo?
—Gracias por semejante honor—contestó él siguiéndole la broma—. Para una chica. Es para una chica.
Carla se permitió un momento para mirarlo atentamente, fingiendo que estaba pensando: Tenía los ojos verde claro, el pelo ligeramente largo y liso de color rubio y una enorme sonrisa que no podía ser más que realmente verdadera. Era más alto que ella y delgado, sin músculos aparentes. Era atractivo, de eso no había duda. Luego asintió. Ella era una chica, ¿qué podría gustarle a ella?
—Mmm. Las tazas siempre son una buena opción cuando no se sabe qué regalar. O un marco de fotos. Quizás incluso un paraguas.—Conforme iba enumerando, se fue paseando por la tienda, señalando donde podía encontrar cada cosa. No era una tienda especialmente grande pero había que saber mirar bien—. Si le gusta cocina, tenemos por aquí artículos de cocina: Moldes, packs para hacer pastelitos...—Perdió de vista al chico al meterse detrás de una estantería—. Llaveros si es un detallito... No sé.
 Volvió al mostrador y miró al chico, quien observaba una taza en una estantería. ¿En serio la había dejado hablar y hablar sobre productos cuando él se había quedado con lo primero que había nombrado?
—¿Algo que le llame la atención?
—¿Qué habíamos dicho de llamarnos de usted?—Carla articuló un perdón con los labios. Él caminó hacia ella con una taza en la mano y su gran sonrisa marca de la casa. A Carla comenzaba a llamarle la atención los graciosos hoyuelos que se le formaban al sonreír—. Me gusta esta, me ha resultado mona.
Carla se colocó frente a la caja registradora tras asentir y agarró la taza para meterla en una caja. Soltó una carcajada cuando la vio. Era una blanca con unas letras escritas donde se leía: "Hoy el día va a salir redondo" acompañado por dos donuts dándose la mano. No le extrañaba nada, era una de las mejores que tenían.
—¿He dicho algún chiste?
—Es la misma que tiene mi hermano en casa—explicó—. Es una de mis tazas favoritas. ¿Quieres que la envuelva?
—Me siento poco original—bromeó el chico—. Sí, envuélvemela.
—Serían cinco euros.—Cogió papel y lo envolvió. Era peor que mala haciendo esto, nunca se le habían dado bien las manualidades y cuando tocaba liar algo, aunque fuera el bocadillo del instituto, gastaba la mitad del papel en intentar que quedase decente—. No te asustes si queda un poco mal—dijo al ver el estropicio que estaba armando.
El chico se mordió el labio, con total seguridad aguantándose la risa, y observó el trabajo de Carla.
—¿Quieres que lo haga yo?
—A no ser que quieras entregarle "esto"—ni siquiera sabía cómo exactamente definirlo— a tu novia, mejor que lo hagas tú.
Ni siquiera sabía por qué le había dicho eso, no le importaba lo más mínimo si el regalo era para su novia, su madre o su hermana pequeña, y en cambio la pregunta podía interpretarse como que quería indagar.
—¿Puedo?—preguntó él a su vez ignorándolo, para suerte de Carla, y señalando con la cabeza el mostrador.
Carla inmediatamente afirmó. El chico dio la vuelta por donde antes lo había hecho la joven y se puso a su lado; ella le dejó sitio y lo miró mientras él, con pasmosa habilidad, se envolvía su propia compra. Tenía dedos largos y bonitos, sin perder la masculinidad. Carla se abstrajo con los ojos fijos en el movimiento de sus manos, su mente volando lejos.
Por eso, cuando el chico habló, le costó un instante entender a qué se refería:
—No es mi novia.—No perdió de vista su trabajo, colocando cinta adhesiva, pequeños trozos en sitios concretos—. Es para mi hermana mayor.
— ¿Cómo?
—Has dicho que el regalo es para mi novia. No es así. Es para mi hermana.
—Ah—respondió sin saber qué más decir y apartó la mirada clavándola en el exterior. Tenía la leve esperanza de que no la hubiese oído—. Tampoco me es relevante si la tienes o no. Ni siquiera sé tu nombre, como para que me importe tu novia.
Otra vez le había salido la vena desagradable. No era su intención, de hecho la frase en su cabeza sonaba chistosa, simpática. Pero dicha en palabras era lo más antipático del mundo. Quiso darse de cabezazos contra la pared más cercana.  
El chico terminó de poner celo y admiró un momento su obra antes de girarse hacia Carla y tenderle una mano. La chica se sorprendió de nuevo al comprobar que su sonrisa no había titubeado y seguía viéndose totalmente sincera, cristalina, paciente, sin ningún deje de fastidio. ¿Es que nada nunca le molestaba?
—Soy Álex.
—¿Qué?
—Álex. Soy Álex. Alejandro en realidad.  Ahora ya sabes mi nombre, puesto que parecía preocuparte.
—No me preocu...
Álex rodó los ojos y movió la mano.
—Deja de replicar todo lo que digo—la interrumpió pícaramente—. Dame simplemente la mano y dime tu nombre. Tan sencillo como eso.
—Mi nombre es Carla.—Le estrechó la mano e intentó contenerse, pero irremediablemente no pudo—. Y yo no replico todo lo que dices.
—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que acabas de hacer ahora mismo?
—Yo...
—Toma.—Hurgó en un ágil movimiento en sus pantalones y sacó un billete de cinco euros. Carla se calló—. A ver si así te pones a hacer otra cosa y puedes dejar de saltar por todo, gatita.
Carla se sonrojó por décimo quinta vez por lo menos. Lo que más la cohibía era que todo se lo decía con una sonrisa, sin molestia alguna, y eso a ella solo la hacía sentir peor por tratarlo así. Además de ese espontáneo mote, era como demasiado... íntimo, ¿no?
Agarró el billete y tecleó en la caja registradora. Álex, de mientras, salió de detrás del mostrador, medio sonriéndose a sí mismo, y se puso a mirar las estanterías y la tienda hasta que volvió a colocarse en el mostrador justo cuando Carla metía su compra en una bolsa.
—Ya está, toma, Álex.
Pero Álex no la miraba a ella sino que sus ojos estaban fijos en su libreta de matemáticas. Carla se sintió extrañamente incómoda esperando a que él dejase de observar las cuentas.
—¿Álex?
—Tienes algunas ecuaciones mal hechas—le dijo sonriéndole amablemente.
—¿Cómo?—le respondió ella ceñuda.
—Estoy en primero de carrera de Farmacia y doy cosas de matemáticas. No te ofendas pero algunas cosas, detalles más que nada, están mal.
—¿Puedes decirme uno?—le preguntó ella dejando a un lado su regalo e inclinándose sobre la mesa para poder atisbar ella también el cuaderno.
Álex giró la libreta un poco hacia ella y se apoyó de tal forma que sus rostros quedaban, en opinión de Carla, excesivamente cerca. No obstante, no le dio importancia y se concentró en lo que realmente le interesaba. El chico señaló una y le explicó su error. Ella no pudo menos que llevarse una mano a la frente.
—No me lo puedo creer—rezongó—. Menudo fallo tonto. Así es imposible que apruebe.
—No te desanimes—la animó él y le dio un apretón amistoso en la muñeca que tenía en su cara—. Es cuestión de aprender a fijarse.
Ella apartó su mano y volvió a mirar con cierto resquemor el cuaderno. Luego lo miró a él y le dirigió una sonrisa tímida.
—¿Podrías decirme el resto de fallos en esta página? ¿Por favor?
Álex se limitó a coger el móvil y al instante lo guardó de nuevo.
—Vas a tener suerte, tengo un ratito libre.
—Muchas gracias. Ven, puedes sentarte aquí y yo me pondré aquí—dijo señalando con la mano el taburete donde ella había estado antes y la silla donde se había situado su hermano mientras hacía las cuentas, y sonrió de oreja a oreja.
Álex debió fijarse en eso porque durante un instante a la joven le pareció que se sorprendía ante semejante buen humor. Se recuperó al momento y asintió, colocándose en el lugar que ella le había indicado. Carla tomó asiento en el lugar de Pedro, volviéndose hacia Álex. Él ya tenía toda su atención puesta en el cuaderno, con el entrecejo fruncido y una profunda mirada de concentración. La chica esperó pacientemente, moviendo el pie y atenta a todo gesto que él hiciese. Pero todo lo que él hacía era recorrer cada ejercicio con un dedo y comentar entre dientes cosas que Carla no llegaba a escuchar ni por asomo.
—Tienes uno o dos errores demasiado importantes como para que no sean un simple despiste y ya el resto son detalles que has pasado por alto.
Y pasó a explicarle exactamente cuál era cada fallo, ganándose suspiros, bufidos y frustraciones internas por parte de Carla, que no podía menos que reprocharse ser tan atolondrada a veces. Álex, cada vez que ella se mostraba desanimada, le apretaba amablemente la mano y le levantaba las comisuras de los labios con un bolígrafo para que borrase su expresión seria.
Cuando acabaron la hoja de ejercicio y él le había explicado minuciosamente cada fallo, por qué lo era, cómo debía hacerlo, algún truquillo para que no se le olvidase, ya había anochecido completamente fuera y todo lo que iluminaba la calle eran las farolas. No debían ser más de las ocho pero en invierno anochecía antes. Ello solo acrecentaba la sensación de Carla de que el invierno era una época lúgubre y turbia.  
—Ya está acabada la hoja. Y será mejor que me vaya yendo ya, se me ha hecho bastante tarde—dijo Álex pasándose una mano por el pelo.
Carla cerró el cuaderno, no deseando ver más esas endiabladas matemáticas por lo que quedaba de día, y le sonrió con todas las ganas que pudo. No era una sonrisa falsificada ni por cortesía, le estaba saliendo realmente del corazón.
—Muchísimas gracias. Seguro que tus consejos me ayudan mucho.
—No ha sido nada, Carla—replicó él con modestia y se levantó, cogiendo de paso también el regalo.
Movida por un instinto aparecido de un lugar desconocido, Carla le agarró de la muñeca, deteniéndolo. Álex no pudo evitar mostrarse sorprendido.
—No, es en serio. No tenías necesidad de quedarte aquí y ayudarme, a una desconocida, y sin embargo lo has hecho porque sí. Gracias.
Álex, cada vez más perplejo y con algo tras sus ojos que Carla no identificó, se encogió de hombros sin darle importancia. A pesar de que la situación gritaba incomodidad por los cuatro costados, Carla no pensó que debiese apartar la mano en pleno acto de sujetar al chico. Y no lo hizo.
—No me agradezcas nada, ha sido entretenido.
—Todo lo entretenidas que puedan ser unas matemáticas—bromeó ella.
—Sí, bueno, ya. Tienes razón.—Y le sonrió.
No había seco ni nada por el estilo, solo educado, sin embargo fue suficiente para que un silencio se abriese ente ellos cuya tensión casi cortaba. Y entonces sí, Carla lo dejó ir casi como si su contacto quemase y se pasó la mano por el flequillo, peinándolo aun a sabiendas de que no estaba despeinado. Álex terminó de salir de detrás del mostrador y luego se giró hacia ella. No obstante, su sonrisa no era tan plácida como antes.
Carla sabía que algo había acudido a su mente, algo le había hecho pensar en cosas que lo hacían estar pensativo. Si bien no tenía ni idea de qué podía ser, algunas ideas pasaban por su mente.
—No te entretengo más, tranquilo, tendrás prisa—le dijo amablemente Carla. No estaba molesta por el cambio de humor, quizás solo un poco confusa—. Ya nos veremos por ahí, supongo.
—Seguro—le dijo él—. Y si nos vemos, ya te contaré cómo me fue con el regalo.
—Claro, ojalá le guste.
—Sí...—Álex cogió aire, un gesto obvio que a Carla no le pasó desapercibido, y le dirigió una de sus sonrisas abiertas—. Adiós, un placer.
—Adiós—contestó ella y agitó la mano en el aire en un gesto de despedida.
Un segundo después, salió de la tienda.
Carla miró la puerta por la que había salido. Y entonces se dio cuenta de que gracias a Álex había dejado de llorar con facilidad y no habían vuelto a retornar a su mente los recuerdos que la habían atosigado antes. Teóricamente no solo le había hecho el favor de ayudarla con las matemáticas sino también ese.
Al menos no iba a tener problemas con los ejercicios de esa página, todo había quedado claro. Y se lo había pasado hasta bien aprendiendo con Álex. Si bien la tenía confusa su cambio de humor.
Con un estiramiento de brazos por encima de la cabeza, se dispuso a ordenar las figuras que había dejado por en medio mientras pensaba en lo ocurrido por la tarde, pudiendo así no pensar en otras cosas.

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-Lena

domingo, 6 de diciembre de 2015

La magia de la navidad. Capítulo 1

¡Hola, bichines!
Os dejo por aquí el capítulo 1 de La magia de la navidad para empezar a disfrutar de verdad con ella. No me voy a enrollar, I promise. Solo deciros que espero que os guste y queráis más de ella. ¿Todos listos? ¿Todos preparados? ¿Todo apunto? ¡Pues vamos a ello!
Y nada, bichines, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!

CAPÍTULO 1
Ya las calles prácticamente olían a navidad, a frío con tazas calientes de chocolate o café y  bufanda y guantes.
Y, para la adolescente de dieciséis años Carla, también a pequeñas heridas en las manos, provocadas por el frío cuando no se pone los guantes, y a nariz roja y mocosa. Su época del año favorita no era el invierno, sin ninguna duda. Lo único que le gustaba, quizás, era poder tener la excusa perfecta para tomar un chocolate caliente cincuenta veces al día, alegando (más para su conciencia que otra cosa) que el tiempo estaba gélido y que algo calentito era lo que realmente necesitaba.
Y precisamente una taza humeando con olor achocolatado era lo que reposaba en ese instante en el mostrador de la tienda, justo al lado de un cuaderno repleto de cuentas que, para Carla, hacía tiempo que había dejado de tener sentido.
«Las matemáticas apestan lo más grande», pensó apoyando la mejilla en la mano y mirando apenada sus intentos, fallidos casi sin ninguna duda, de estudiar. A este paso, sería milagro que aprobase el examen de unas semanas.
—¿Qué tal lo llevas, cielo?—preguntó Nuria, su madre, ordenando pulcramente unos objetos en una de las estanterías y echándole de mientras un rápido vistazo a su hija.
Carla suspiró y encogió un hombro.
—Ahí voy—respondió, dejando escapar un débil suspiro—. Pero estoy un poco atascada con algunas cosas.
—Si me lo hubieses dicho antes, cariño, podría haberte apuntado a una academia y así no te estarías agobiando tanto.
—Quiero sacarlas yo sola. Las matemáticas nunca han sido un problema.
—Pero, ¿crees que es un problema como para suspenderlas?
—No.
—Ya me lo imaginaba, tú eres muy lista, mi niña.
Su madre, cariñosa, le revolvió el pelo al pasar por su lado en su camino a la trastienda. Durante un momento, Carla se sintió culpable de haberle mentido: Si seguía así de perdida para el último examen, ya debía ir barajando el suspenso como única opción.
Carla cogió aire con fuerzas y agarró la taza de chocolate para darle un sorbo que, si bien no le curó las penas, al menos le calentó la garganta y el estómago, y le animó el paladar.
—Eres muy tozuda, hermanita.—Pedro, a su lado y escribiendo a toda velocidad en el ordenador que hacía las veces de caja registradora, le sonrió con una negación de cabeza—. Demasiado, diría yo.
—Le dijo la sartén al cazo—replicó Cara guiñándole un ojo.
Pedro rió, prácticamente dándole la razón. Si algo caracterizaba a los Abad, era la tozudez.
La joven, tras volver a coger aire para darse ánimos y fuerzas para seguir, sujetó el lápiz como un guerrero que sostiene la espada antes de la batalla, y continuó haciendo ejercicios.
No llegó a hacer media fórmula cuando se oyó un jaleo en la trastienda, un ruido como de algo cayéndose. La chica dio un respingo y el lápiz y su concentración se escaparon de su poder. Pedro y ella intercambiaron una mirada sorprendida.
—Mamá, ¿estás bien?—Pedro fue el primero en hablar, girando en su asiento hacia la puerta de la trastienda.
—Sí, sí, solo unas cosas que se han caído.—Salió, caja en brazos, la cual depositó en el mostrador de la parte de arriba de donde Carla estaba haciendo sus ejercicios—. ¿Adivináis qué he rescatado de la zona de la planta de arriba?
—¿Los artículos defectuosos para poner a mitad de precio?—preguntó Pedro.
—¿Los carteles de las rebajas?—aventuró Carla.
—¡Mira que podéis llegar a ser torpes!—Nuria rió—. ¡Las decoraciones navideñas, leñe!
Carla se echó hacia atrás en su asiento y, aunque en el rostro de su hermano no se atisbaba expresión, sus ojos sí que brillaron con cierto fastidio.
—¿Tan pronto? Todavía no estamos ni en Diciembre.
Nuria rodó los ojos.
—Mañana es uno de Diciembre, ya es casi como si lo fuera.
Rascó con la uña la cinta aislante con la que estaba cerrada la caja. Pedro, consciente de que seguía sin interesarle, pasó unas hojas de un cuaderno y siguió tecleando. Carla, por el contrario, miró a su madre aguantándose a duras penas la risa.
—Es cinta de la fuerte, mamá—dijo y rebuscó en su estuche hasta dar con unas tijeras que le tendió—. Anda, toma.
Su madre, con avergonzado sonrojo, le sonrió agradecida, las cogió y rompió la cinta de una sola pasada de las tijeras. Carla jugó con el bolígrafo en los dedos irguiéndose ligeramente para ver qué cosas había dentro, más por no seguir con matemáticas que porque realmente sintiese interés; en lo que a ella respectaba, no había ninguna diferencia entre el fastidio de su hermano y el suyo.
Pero entonces sonó el teléfono en la parte de atrás y su madre esbozó un mohín.
—Vaya...
—¿Quieres que responda yo?—se ofreció Carla.
Nuria negó con la cabeza.
—No te preocupes—contestó—. Seguramente sea una llamada que estoy esperando. Tú sigue con matemáticas.
—Eso, Carla, sigue con tus queridas matemáticas—le dijo Pedro con todo pedante, sonriéndole irónicamente. Se levantó y le despeinó todo el pelo pero sobre todo el flequillo.
Carla refunfuñó e inmediatamente ya estaba dándose con los dedos en él.
—Oye, ¿qué os pasa hoy con mi pelo? Dejadlo en paz.
—Quejica.
Carla le sacó la lengua en toda su totalidad, si bien su hermano no llegó a verla porque ya había abandonado el lugar y entrado en la trastienda. La chica asintió para sí misma y se repitió como un mantra que debía seguir, efectivamente, con matemáticas, por mucho que no fuesen queridas suyas. «Venga, que tú puedes, ¡a por ellas!». Asió el lápiz e hizo un problema que era parte de los deberes.
Desgraciadamente, halló el resultado demasiado rápido y eso le hizo pensar que algo había hecho mal seguro. Resopló, frustrada, y tiró el bolígrafo contra la mesa. Esta asignatura la hacía perder su ya poca paciencia.
—¿Qué te ha hecho el pobre bolígrafo para que le hagas semejante maltrato?—preguntó su hermano, volviendo a sentarse en la silla de antes, esta vez con un nuevo cuaderno a su lado.
—Estar presente mientras hago matemáticas.—Bufó y, entonces, se le ocurrió algo y miró a su hermano con ojos que, sin ninguna duda, hacían verdaderas chirivías—. Oye, Peeeedrooo—cantó.
Pedro se giró hacia ella y adoptó una expresión cautelosa.
—¿Qué te pasa? Miedo me das.
—Tú no podrías echarme una mano con matemáticas, ¿no?
—¿Qué te hace pensar que yo voy a saber cómo se hacen las cosas que tú das en matemáticas?
—Eres el que lleva las cuentas de la tienda, algo tienes que saber.
En su mente parecía una idea lógica. Ahora que la exponía en voz alta, solo parecía disparatada y alocada, una solución precipitada para una situación desesperada.
—Eso sí, pero definitivamente no sé... Lo que quiera que sea que estás dando.
—Probabilidad—saltó Carla, cogió el cuaderno y se lo tendió.
El rostro de Pedro cuando lo agarró y leyó las cuentas fue un poema que indicaba que estaba total y absolutamente perdido.
—Hermanita, lo siento, pero yo en matemáticas de ciertas cosas no me puedes sacar—contestó encogiéndose de hombros y devolviéndole la libreta.
—Pues a ver yo qué hago ahora.
Se echó atrás en su silla y miró el techo, por si acaso allí se hallase una iluminación divina que la ayudase a desentrañar cómo aprobarlas todas para navidades.
—¿Hacer qué con qué?
Como si tuviese un radar materno anti-suspensos, su madre salió en ese momento y la taladró con sus ojos marrones curiosamente. Carla atisbó a Pedro mordiéndose el labio mientras fingía prestar mucha atención a la pantalla. La joven vaciló un segundo, buscando una excusa. Su móvil en un lado de la mesa, silenciado como siempre que se ponía a estudiar, le dio una excusa que, si bien no era la mejor del mundo, podría hacer el avío.
—Que Andrea me ha dicho que qué me parece que el cumple de Núñez sea en unas semanas pero cae el fin de semana antes del examen de matemáticas—explicó y esbozó su sonrisa inocente, ideal para ocasiones como esta—. A ver si puedo convencerlos de que lo cambien.
Pedro aguantó con más ganas la risa, tapándola con una tos, y Carla lo fulminó con la mirada. Había solo una pequeña parte de verdad en su mentira, realmente se acercaba el cumpleaños de Núñez pero aún nadie había empezado a preparar nada.
—Seguro que sí—la animó su madre. Carla dejó escapar lentamente el aire que había estado aguantando—. Bueno, chicos, hoy tengo que ir al almacén a recoger unas cositas. No podré poner la decoración navideña. Y necesito la ayuda de alguien.
Dos resortes perfectamente sincronizados hicieron que tanto Carla como Pedro levantaran las manos a la vez a la exclamación de:
—Yo te acompaño, yo.
Nuria no pudo evitar soltar una sonora y cantarina carcajada. Cuando acabó, la hermana más joven alcanzó a entender en sus ojos que esta vez ella no iba a ser la elegida.
—Esta vez será Pedro quien me acompañe, cielo. Hay varias cosas pesadas para cargar.
La chica no era capaz de ver qué consideraba su madre pesado en una tienda de artículos mayoritariamente para regalo. No lo dijo, ya que solo serviría para que su madre se sintiese contrariada ante un malhumor que muy a menudo, y más en época de exámenes, Carla se esforzaba en ocultar. Cuando sentía que algo la sobrepasada o que no podía controlar un determinado proyecto o suceso, la sobrevenía un actitud agria y desagradable bastante difícil que la hacía complicada de tratar.
—¿Pesado como qué? Que aquí no vendemos cosas grandes.
Se notaba que Pedro siempre había sido más bocazas que ella y que no se callaba una pregunta.
—No sé, Pedro, cosas. Qué preguntón.
Carla se temió lo peor: Su madre solo daba largas de semejante calibre si lo que se traía entre manos era algo que ninguno de sus hijos aprobaría.
Carla y Pedro compartieron una mirada y luego la dirigieron hacia Nuria.
—Mamá, ¿qué cosas? Que tú eres mucho de hacer locuras.
—Qué exagerado.—Nuria rió y cogió de un perchero su abrigo para colocárselo, dando, de tal forma, por acabado lo que iba a decir—. Venga, vamos, Pedro. Y tú, Carla, coloca los adornos en nuestra ausencia. Estaremos aquí seguramente para cenar.
—¿Tanto tiempo vamos a estar en el almacén?
—Puede que hagamos alguna que otra paradita en otros sitios.
Cualquiera sabía qué habría encargado y dónde. Carla sospechó, por el terrible amor que profesaba su madre hacia la navidad, que serían artículos relacionados con esta.
—¿Tengo que poner todos los adornos?—se quejó mirando apenada el trabajo tan tedioso que le quedaba por soportar—. La caja es tan enorme y tiene tantas menudencias para colocar.
—A ser posible sí. Si no te da tiempo, ya te ayudamos mañana a lo que quede.
Carla refunfuñó, su lado arisco en aumento. Se concentró en mantenerlo a raya, hecho que se le estaba volviendo muy complicado. Dios quisiera que nadie entrase a la tienda esa tarde o no iba a ser una buena dependienta que se dijera.
¿Matemáticas o navidad? ¿Qué era menos de su agrado? Ni puñetera idea, era un enfrentamiento que no tenía ganador.
—Volvemos luego, cielo.—Nuria le besó la coronilla y le acarició suavemente la melena—. Te quiero.
Pedro, por su parte, cogió un espumillón de navidad, que era lo que estaba más arriba en la caja, y se lo puso a su hermana de un rápido movimiento alrededor del cuello como si de una bufanda se tratase.
—Pásatelo muy bien—le dijo con tono burlón y, con el dedo índice, le dio un toque en la nariz—. Y sé amable con los clientes. Se te está empezando a arrugar la nariz.
Carla la movió tontamente y se mordió el labio. Era verdad, cada vez que se le estaba volviendo peor el humor, lo hacía, provocando que en ocasiones formase hasta una cara de asco muy acorde a cómo se sentía.
—¿Mejor?
Su hermano colocó el índice y el pulgar frente a su cara con una leve separación y formó con los labios la frase: "solo una chispita". Carla le sonrió. Entonces su madre llegó de donde fuera que estuviese, Carla suponía que encendiendo la calefacción del coche aparcado justo delante de la tienda.
—¡Pedro, venga!
—¡Voy! Adiós, Carla.
La joven movió la mano para despedirlos. La puerta se cerró con un suave sonido y la chica se quedó sola con la decoración. Se permitió desperezarse y soltar una buena sesión de resoplidos, bufidos, quejidos y gemidos.
Si antes decía que las matemáticas apestaban, ahora añadía a esa frase a la navidad: Las mates y la navidad apestaban.



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 -Lena