sábado, 5 de diciembre de 2015

Helena y Liam. Parte 1



¡Hola, bichines!
Buenísimas noticias: Hoy no vengo a daros la tabarra a poner una entrada donde solo hable yo, os traigo el primer capítulo oficial de Helena y Liam (aplausos, aplausos y más aplausos). Aviso a navegantes: Es introductorio, una presentación de los personajes. Y no, tranquilos, que no se enamoran ni hay ñoñadas todavía
Y no tengo nada más que deciros, que yo sepa, simplemente que espero que lo disfrutéis enormemente y que no os asuste demasiado el hecho de que sea romántico. No es totalmente insoportable, prometido (es solo que a veces soy una exagerá' sin remedio). 
Nada más por mi parte, bichines, ¡hasta la próxima entrada y besos mil!
P.D.: Soy muy despistada y a la vista está: Me acabo de acordar de que esta historia también tiene una portada un poco bastante mierdosa pero no doy para más y, ¿qué os parece si os la dejo por aquí para que la disfrutéis? Pues lo dicho, os la dejo e inmediatamente después el capítulo. ¡Disfrutad cuanto más mejor, bichines
Portada:


HELENA CORDAY

—¿Me escuchas, Helena?—pregunta Claire, observándola con sus ojos azules con toques verdoso. Tras ellos, prácticamente todo el mundo sabe que es bastante perspicaz aunque se empeñe en la inmadurez y las actitudes inapropiadas. 
Helena mueve la cabeza muy lentamente y le sonríe a su hermana mayor.
—Claro que sí, Claire.
—Bueno, pues es preocupante, hermana—Su tono ya empieza a indicarle a la chica que lo que viene no es más que un favor—. Arturo me tiene realmente preocupada. Madre no osa escucharme por mucho que le insisto en que no está bien. Y estaba pensando...—Claire hace una pausa dramática.
 Helena suspira y cruza educadamente los tobillos debajo de su largo vestido de finales de verano.
—Hermana...
Las manos de la mayor vuelan inmediatamente a las de Helena, agarrándolas mientras la mira fijamente con seriedad.
—Por favor, Helena, te lo ruego.
Helena entra en un ligero estado de turbación ante la imagen tan sorprendente que su hermana presenta: Parece mayor, más madura, distinta. Sin embargo, la imagen se desvanece rápidamente cuando Claire hace un puchero.
—No. Madre no me hará caso, nunca lo hace. ¿Qué te hace pensar lo contrario?
—Muchas cosas. Entre ellas, que haces lo que se espera de ti, y yo no. Madre dejó de hacerme caso hace bastante tiempo.
La muchacha vacila solo un momento. Tal vez... «Me lo está pidiendo con tanta desesperación. Y yo no sé decir no». Bufa y se resigna a darle un respuesta que no es ni sí ni no.
—Me lo pensaré. ¿Es eso suficiente?
Claire sonríe abiertamente y con alegría, dando una leve palmada y asintiendo, y se levanta del asiento donde ambas estaban pasando el rato en el jardín.
—Lo es, hermana.
—Menos mal.
Helena se pone en pie también y esboza una dulce y paciente sonrisa antes de colocar un pelo del recogido de su hermana en su lugar y sacudir su propia falda. A veces ella parece más la mayor que la propia Claire.
—¿Y ahora qué vas a hacer? Yo creo que voy a dar un paseo.
—Me quedaré un rato más aquí leyendo.—Encoge los hombros y señala el libro que descansa en un lado del banco.
Claire rueda los ojos y niega con la cabeza a lo que Helena responde agrandando su sonrisa. Luego ambas se abrazan y Claire da un beso en la mejilla de su hermana.
—Me voy, pues. No te quedes mucho bajo el sol, las quemaduras no son nada apropiadas y menos en época de pedidas.
Las dos se miran como si compartiesen un secreto y la mayor se aleja por el mojado césped, recogiendo su vestido con pose un poco encorvada. La chica la ve marcharse con el mismo pensamiento de siempre de que no la siente como una hermana sino como una muy buena amiga, una de las pocas que verdaderamente tiene. Respira aire con fuerza y vuelve a sentarse.
En realidad su hermana ha sacado a relucir un tema que realmente le preocupa. Su boda. Sus padres ya deben estar preparando o ideando algo. Y le inquieta por diversos motivos a la vez.
Se muerde el labio y decide que es mejor ponerse a hacer otra cosa, ya tendrá tiempo de angustiarse por ello cuando la boda esté decidida o más planificada. O incluso cuando tenga un marido para ella. Antes de enfrascarse en la lectura, mira el jardín de los Corday, su familia. Recuerda brevemente las carreras con sus hermanas y luego las riñas de su madre por las manchas de hierba fresca.
«Buenos tiempos», piensa.
Es casi mediodía y el sol hace que el vestido se le adhiera incómodamente al cuerpo por lo que se abanica con la mano; hace un calor bochornoso y más con el vestido que lleva. Lo bueno es que el olor que le penetra la nariz no puede ser mejor: A flores recién cortadas, a frescor y a verano. Se sienta mejor en el banco, con la espalda en el reposabrazos en vez de donde debería ir, las piernas las sube y las tapa con su vestido y finalmente apoya el libro en sus rodillas. Aprovecha cada oportunidad que puede para dejar de ser la chiquilla recta y correcta que siempre es, y no malgasta los pequeños momentos de libertad que se le conceden.
De repente algo la tapa y la cobija en la sombra. A pesar de sentirse agradecida, también está sorprendida, por tanto se gira para ver quién es: José, su guardia personal, que está apoyado en el banco mirándola con diversión. Helena tampoco cree que le extrañe la postura en la que está; el hombre  la conoce desde que tenía siete años y ya se saltaba el protocolo en la intimidad de sus verdaderos amigos. Ahora, años y años después, él no pasa de los cincuenta, es fuerte y grande, con un porte intimidante. Su pelo tira a cano y sus ojos, en contraste con su figura, brillan con diversión la mayor parte del tiempo. Y ella ya va camino del matrimonio, pero cosas como el hecho de que se salta las normas algunas veces y él la observa con una mezcla de regaño y jocosidad, no han cambiado nada.
Helena sonríe y encoge las piernas por si José quiere sentarse. Sin embargo, él permanece de pie y le devuelve la sonrisa.
—Buen día, José. ¿Ocurre algo?
—Todo está bien. Pero a ti te va mejor. Puedo observar que ya te has puesto cómoda.
Helena asiente y cierra el libro; probablemente con José aquí con ella ya no lea, si bien no le importa, su guardia y ella tienen una confianza que hace que los momentos con él sean realmente entretenidos. Solo hay tres personas con las que se sienta así y son Claire, José y su doncella personal, Carolina, y quizás Ecaterina o Luisa.
—¿Y las cosas dentro?—No puede evitar el tono irónico de su pregunta—. ¿Son tan entretenidas como cada día?
—Hoy el ambiente es apresurado. No obstante, las personas que a ti te interesan están de buen humor.
El guardia hace ademán de sentarse en el hueco que ella ha dejado; al final lo hace en el banco de en frente. Helena rueda los ojos y vuelve a estirar sus piernas.
—¿Apresurado por qué?
—No es mi cometido responder eso, señorita.
—¡No me llames señorita!—se queja—. Sabes cuan poco me agrada. Lady Helena, lady Corday... Incluso Helena solo.
—Es divertido verte enfurecerte, Helena. Por eso lo hace un servidor.
La joven bufa malhumorada pero rápidamente cambia a risa. Durante un instante, ni siquiera el calor la importuna.
José, a los dos segundos de comenzar a reír, abre mucho los ojos y le hace una seña moviendo la mano hacia abajo. Ella inmediatamente entiende qué quiere decir y baja las piernas, colocándose y asumiendo de nuevo en su postura de chica correcta.  Su guardia la observa hacerlo mientras ella coge el libro y finge que es interesante.
Unos pasos se escuchan acercarse junto con el sonido de un vestido moviéndose. Son pasos lentos y pausados, y Helena reflexiona en que parece una mujer.
Efectivamente un momento después, Silvia aparece en su campo de visión y se coloca junto a la chica. Ésta sonríe amablemente, ladeando la cabeza. La mujer la imita educadamente, con el debido respeto. Silvia es la doncella personal de su madre, la duquesa Corday.
—Dígame.
—Su madre quiere que la informe de que hoy tendrán visita para comer y que vaya usted a su cuarto a prepararse.
—¿Ahora?—pregunta sorprendida Helena. No suelen tener compañía en el almuerzo. Alza una ceja; hace poco que ha aprendido a hacerlo, y le encanta—. ¿Al mediodía?
—La familia Coronado solo pueden a esta hora. Apresúrese, su madre no quiere que haga esperar a los invitados.—Dicho esto, esboza una sonrisa y se da la vuelta enérgicamente para volver por donde ha venido.
Helena bufa cuando escucha, en la lejanía, los portones de la finca abrirse y luego cerrarse.
—¿Tienes alguna idea de quiénes son la familia Coronado?
Ambos se levantan y la joven alisa las arrugas invisibles de su vestido. José sigue con su media sonrisita pícara.
—He oído algo de un tal Francisco Coronado, quien hace negocios con tu padre, lady Helena. También se rumorea por el servicio que tiene que ver con una pedida de mano.
—No me digas que es el...
—Sí—responde el otro, asintiendo—. El padre de los jóvenes Diego y Juan Coronado. El primero es un amigo tuyo de la infancia.
—¿No creerás...?
—¿Recuerdas al muchacho?
Helena sabe que es una táctica para despistarla de la pregunta que ella iba a hacerle. No le extrañaría nada que, teniendo Diego y ella edades similares y estando por casar, por temas de negocios su padre haya acordado la boda con el padre de don Diego. Suspira y piensa en la pregunta de José. No, en su mente no hay ningún Diego.
—En realidad no.
Coge el libro y se lo pone en el pecho. Su semblante expresa una gran preocupación. Aun no se siente preparada para casarse y menos con un amigo de la infancia al que ni recuerda. José debe verlo porque deja de lado las formalidades y la abraza como si fuese su padre y ella la hija intranquila. Le gustaría que su padre de verdad hiciese lo que hace José; no obstante, siempre tiene mejores cosas que hacer que preocuparse de sus hijas. José es una de las cosas más parecidas a un padre que tiene.
—No puedo prometerte nada. Mas ya verás cómo todo sale bien.
Lo mira a los ojos, sonríe y asiente como puede.
—Eso espero.
—Vamos, señorita, la están esperando.
Camina cuesta arriba por el recorrido que antes hizo Silvia; José permanece a su espalda, reconfortándola con su lejana presencia. A mitad, se gira y su mirada expresa un gracias por lo que siempre hace por ella. La sonrisa burlona de José desaparece y se convierte en una cariñosa.
Helena se da la vuelta de nuevo, procurando estar lo mejor posible, y emprende de nuevo el camino de regreso.


LIAM GALLARTHER

—¡Liam!—exclama Silvia, su madre, estrechándolo con fuerza contra su menudo cuerpo—. ¡Hijo mío!
El muchacho, recién llegado desde la gran ciudad de Londres, entierra la cabeza en el hueco del cuello de su madre y aspira ese aroma que aun después de años sin verla sigue recordando: A limón, aunque con un leve toque nuevo a jabón.
—Madre... ¿Cómo te ha ido todo?
La aparta de sí y la agarra de los hombros, mirándola fijamente. Su madre es rubia y muy pálida (algo más de lo que permanecía en su memoria), con brillantes ojos azules que él mismo comparte. Tiene las mejillas ligeramente hundidas y la mirada cansada, con ojeras y bolsas.
—A mí todo me va como le escribí en cartas... Pero hábleme...
—Trátame como tu hijo que soy. No me llames de usted, madre.
—Perdona, hijo mío, es la costumbre. Háblame de ti.
Su madre le coge la mano y la aprieta, sonriendo abiertamente. Liam la observa unos instantes más, preocupado por su salud, pero finalmente suspira y le devuelve la sonrisa.
—La verdad es que la muerte de padre me ha afectado bastante y aun estoy triste. No obstante, estoy deseando comenzar en la casa de los duques Corday. Tiene una capilla muy bonita.
Silvia ríe en voz baja y entre dientes. El joven se queda rígido sin querer: Su madre, y lo recuerda a la perfección, siempre había tenido una risa muy bonita, cristalina y contagiosa. Ahora, sin embargo, es como si hubiese perdido toda la vida. Aunque está claro que algo en todo su conjunto ha perdido vida también.
La charla madre e hijo se ve interrumpida por unos nudillos en la puerta cerrada de la capilla donde se habían reencontrado. Ambos pegan un respingo a la vez que una cabeza masculina y de pelo negro aparece por el hueco de la puerta. En los ojos de Silvia brilla el reconocimiento y le sonríe casi con dulzura. Liam, por el contrario, se le queda mirando: Su pelo es negro azabache, o quizás sea por la escasez de luz del lugar religioso, y sus ojos se ven negros también además de huidizos, asustadizos. Es alto y de porte encorvado, como si el mundo le pesase o le diese miedo.
—Buen día, Ernesto.
El chico termina de abrir la puerta y se queda en el umbral, mirando a ambos.
—Buen día, Silvia. Llevo un rato buscando al muchacho, a su hijo. Menos mal que he pensado en mirar aquí.—A pesar de sus miradas poco confiadas, su voz es enérgica y potente, absolutamente en contraste.
Liam se ajusta el bolsón en el hombro y se muerde el labio.
—¿Y para qué me busca?—pregunta, intimidado y cohibido pero sin dejar la educación.
—El capitán de la guardia, don Francisco, quiere hablar con usted.
—Será mejor que me vaya, entonces—dice con amabilidad su madre, sonriendo—. De todas formas, tengo cosas que hacer.
Abraza rápidamente a su hijo antes de inclinar la cabeza. Liam está tentado de cogerla de la mano y pedirle, como un niño pequeño, que no se vaya. No lo hace.
—Pasa buena tarde, Ernesto—dice apretando su hombro cuando pasa por su lado de camino a la puerta. Ernesto ladea la cabeza en su dirección—. Nos vemos en la comida.
—Igualmente, Silvia. Hasta más tarde.
—Hasta más tarde, madre.
Silvia, sin decir nada más, abandona la sala. Liam, incómodo sin la agradable presencia de su madre, cambia el peso de un pie  a otro.
—Acompáñeme, pues—ordena Ernesto y, sin esperar respuesta, se da media vuelta y abre la puerta que Silvia había dejado entreabierta para salir.
Liam se queda momentáneamente aturdido y turbado ante tanta seriedad y formalidad por parte del chico, el cual puede tener aproximadamente su misma edad, pero en seguida sale el también y cierra a sus espaldas. Por suerte Ernesto no ha caminado apenas y lo espera unos metros más allá, apoyado en la pared cómodamente, si bien se yergue en cuanto Liam se acerca y le dirige una sonrisa.
—Soy Ernesto, por cierto, aunque Silvia ya le habrá hecho intuirlo.—Le tiende una mano que Liam solo observa—. Soy uno de los guardias. Encantado.
—Igualmente—se apresura a responder Liam y le agarra la mano inclinando la cabeza.
Ernesto lo mira apreciativamente de arriba abajo. Liam se siente aun más incómodo si cabe con esa mirada. ¿Es que tiene algo raro?
—Tienes buen porte y una actitud educada—dice y el joven tiene que reprimir las ganas de alzar una ceja, confundido. Ni siquiera sabe cuándo exactamente han pasado de tratarse de usted a tutearse—. Creo que a ojos de Francisco serás perfecto para tu puesto de guardia.
—Eso es bueno, imagino.
—Sí, claro. Aunque, bien mirado, con el capitán nunca se sabe qué actitud tomará. Quizás le caigas bien o quizás no.—Ernesto sacude la cabeza—. Pero da igual, démonos prisa, no le gusta esperar.
—Me alegra que le des tan buena imagen de tu capitán al recién llegado, Ernesto—dice fríamente una voz profunda justo detrás del joven, con condescendiente sarcasmo.
Ernesto da un pequeño respingo y se gira rápidamente con la espalda recta. Liam también se sorprende y siente que, aunque la reprimenda no es para él, el calor escapa de sus mejillas. Antes de mirar ya sabe que será el propio capitán en persona y lo comprueba al asomarse sobre el hombro tembloroso de Ernesto. Es un hombre de pelo cano, ojos marrones inexpresivos, alto y de anchas espaldas.
—Disculpe, señor, no pretendía...
—Déjame adivinar. ¿No pretendías que te escuchara?—interrumpe él y se acerca unos pasos a ellos. No parece enfadado. Podría estarlo, pero ni su tono ni su rostro dejan ver más que ironía. Tras unos segundos en los que Liam aprovecha para colocarse junto a su compañero, Francisco aparentemente lo deja pasar y dirige sus ojos al otro muchacho—. Tú debes ser William.
Liam siente el corazón en la boca y no es siquiera capaz de articular palabra. Es como si volviese a ser un niño.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, William?—Francisco sonríe depredadoramente.
—No, señor.
—Ah, eso pensaba.—No borra su sonrisa y Liam lo mira sin comprender. Ernesto también se ve algo confundido—. Pues encantado. Ahora vamos a mi despacho y concretamos los detalles de tu tarea.
Liam se da cuenta de que Francisco ni una sola vez ha usado el trato cortés de usted y no sabe si es para hacerse respetar de una forma un tanto incomprensible.
—Y tú—le dice esta vez a Ernesto, quien vuelve a erguir la espalda—ve a tu puesto. No deberías dejarlo tanto tiempo.
—A sus órdenes, señor. Y lo lamen...
—Ve.
Ernesto asiente frenéticamente y se aleja por un pasillo a la derecha, el contrario por el que Liam llegó. Francisco mira por encima de su propio hombro y echa a andar sin mediar más palabra, probablemente esperando que el chico lo siga. Liam lo hace, echando rápidos vistazos a las paredes con cuadros y lámparas de aceite mientras pasan. A pesar de ello, las vistas no son especialmente buenas, empezando por el papel de pared. No hay ni una sola ventana y Liam se siente ligeramente claustrofóbico.
Al final del pasillo al girar a la derecha hay una enorme puerta y a la izquierda se atisban unas cuantas más. Liam imagina que va a ser fácil que se pierda. 
Francisco va a la derecha y entra en la sala por las enormes puertas. Parecen pesadas, piensa Liam, y aún así el capitán las abre con bastante facilidad.
—Pasa.
El capitán se sienta tras la mesa de roble pegada a la pared. Liam cierra la puerta algo vacilante y bajo la mirada intimidante del hombre se ve a sí mismo de nuevo siendo un niño cuyo padre no hacía más que reñirle.
No es la mejor manera de empezar en la casa Corday: Con recuerdos que prefiere olvidar y extremidades temblorosas.
"Viva", piensa con amargura y espera las palabras de Francisco. 


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-Lena


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