lunes, 7 de diciembre de 2015

La magia de la navidad. Capítulo 2

¡¡Hola, bichines!! 
Aunque hoy he ido al cine y he salido un poco trastornada mentalmente desorientada  por el final de la película (santamierdabendita, qué llorera me he pegado) quería traer el capítulo 2 de La magia de la navidad sin más dilación así que he dejado de lado mis feelings y me he concentrado en mis bichines (cuando digo que soy un sol, me quedo corta, ¿verdad). Ya aquí podemos conocer por fin al maravilloso Álex Leonardo di Caprio ejem  y también aprendemos algo más de Carla y su pasado. Pero me voy a callar ya, que al final me voy de la lengua y os coméis unos pedazos de spoilers que no me los creo ni yo. Me callo, me callo, y os dejo a vosotros descubrir de qué va el capítulo.
Espero fervientemente (qué finura, por Dios) que os guste muchísimo y lo disfrutéis tanto o más como yo escribiéndola. Y sin más demora, damas y caballeros, bichines de todos los géneros, ¡a leer se ha dicho!
Y nada más por mi parte, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!

CAPÍTULO 2
Carla no hacía más que alargar lo inevitable. Desde hacía casi tres cuartos de horas, las energías las estaba gastando en cualquier cosa menos comenzar con las decoraciones. Y cada vez que pasaba por su lado, la caja parecía mirarla como si se riese de ella, burlándose de sus intentos vanos de limpieza consistentes en recoger todo objeto que se cruzase ante sus ojos y en barrer o fregar una tienda que un día de estos iba a servir incluso para comer en su suelo de lo limpia que siempre estaba.
Llegó un punto que estaba hasta pasando un trapito húmedo en las teclas del viejo ordenador, donde una mugre se pegada a él de tal forma que ni con litros de lejía podría quitarla.
Y fue en ese momento cuando se dijo que ya era tiempo de empezar, que cuanto antes lo hiciese, antes acabaría. Sabía que llevaba minutos y minutos atrasándolo pero realmente se le hacía un mundo pensar en lo que tenía que hacer.
—Os tengo mucho asco, lo sabéis, ¿verdad?—le preguntó Carla a las decoraciones y lanzó el trapo húmedo sobre la encimera. No iba a haber respuesta. Simplemente le relajaba hablar sola—. Pero mucho, mucho.
Comenzó a sacar cosas, primero mucho espumillón de todos los colores posibles, rojo, verde, plateado y el dorado que llevaba en el cuello desde que su hermano se lo había puesto. Luego, muñequitos de muchos tamaños para colgar o colocar en las estanterías o en todo sitio posible. Tras eso, extrajo las figuras cuidadosamente envueltas en papel de periódico de un pequeño misterio que solían poner en el escaparate. Las fue desenvolviendo y agrupando con cuidado en el mostrador: La virgen María, el niño Jesús, la mula, el buey, san José y el angelito. Las observó un momento para ver si faltaba una y entonces no pudo evitar una carcajada que se escapó de sus labios.
—Vaya, parece que tenemos un San José manco y un angelito que ha perdido un ala.
Efectivamente a uno le faltaba la mano y a otro la parte de arriba de su ala. Recordaba que a María siempre le faltaba pintura en su falda y hacía tiempo que san José no tenía bastón, por no hablar de la cara de niño diabólico del niño Jesús. Menos mal que el belén de casa era mejor o le daría maldito miedo bajar al salón a por algo y que el niño Jesús la mirase con ese rostro tan siniestro. Al parecer, este año el misterio tendría que colocarlo de forma que esas malformaciones se quedasen ocultas.
Por fin acabó de sacar todo lo que le quedaba, y miró la tienda y luego a las cosas para ver dónde ponerlas. Comenzó por coger su móvil y ponerse algo de música que la animase. Hizo sonar una canción que siempre le subía el estado de ánimo a pesar de que la letra dejaba mucho que desear y se dispuso a la tarea mientras tarareaba entre dientes: Despejó el escaparate y preparó con algo de cuidado la zona donde irían las figuras. La calle de fuera que se observaba correspondía perfectamente al inicio casi del invierno: La poca gente que se atrevía a salir llevaba gruesos abrigos, bufandas y gorros. Era uno de esos días creados para estar en casita o, en su defecto, en una tienda trabajando pero con calefacción. Y era, además, uno de esos días que definían perfectamente el invierno y que traía a la cabeza de Carla cosas que prefería mantener escondidas en lo más recóndito de su mente.
Sacudió la cabeza alejando eso de su mente lo más rápido que pudo y colocó las figuras. Pero irremediablemente no logró luchar contra su propio cerebro y unas imágenes sueltas acudieron raudas para hacerle recordar uno de los motivos por los que el invierno era esa estación que siempre deseaba que pasase rápido.
Se recordó a sí misma con unos cuantos años menos, vestida con un disfraz de princesa hasta los pies y de brillantes mangas francesas. La virgen María se quedó en sus manos mientras Carla volvía a un pasado tormentoso.
La niña estaba sentada en una silla con su madre cepillándole el pelo para prepararla para un cumpleaños que tenía en el cual había que ir disfrazado. Desde que le regalaron el vestido de princesa por su séptimo cumpleaños había estado poniéndoselo para estar por casa pero por fin iba a poder enseñárselo al mundo. Estaba muy ilusionada y no dejaba de balancearse en la silla.
—Cariño, tienes que dejar de moverte.
—Yo siempre he pensado que era un poco hiperactiva—murmuró distraídamente Pedro estirado boca arriba en el sillón con un libro en sus manos—. No sabía que tanto.
—No sé qué es ser hiperactiva—respondió la niña y le dirigió una sonrisa mellada y deslumbrante—. ¿A qué ya empiezo a parecer una princesa?
—Lo eres, cariño—le susurró Nuria antes de darle un beso cariñoso en la mejilla.
—Papá siempre decía que yo era su princesita—dijo la niña sin ser consciente de cómo el aire en la habitación de repente pareció desaparecer—. Su pequeña princesita...
Las manos que cepillaban y recogían su pelo ya no eran tan seguras como antes. Pedro se sentó recto y siguió leyendo, o al menos eso era lo que pretendía aparentar. Carla miró sus manitas entrelazadas sobre la falda y sintió que sus ojos escocían. Hacía meses desde que su padre abandonó su casa y desde entonces, todas las noches, Carla había esperado como aquel día junto a la ventana a que su padre regresase.
No lo había hecho.
El nombre de su padre había dejado de ser pronunciado y la casa había vuelto a la normalidad. En apariencia así era. Sin embargo, Carla escuchaba a su madre llorar algunas noches y Pedro había adoptado la costumbre de encerrarse en su habitación por horas en absoluto silencio y no dejaba a nadie entrar.
—No ha llamado, ¿no, mami?
Pedro alzó la mirada para entrelazarla con la de su madre.
Nuria cogió aire desde la espalda de Carla y al segundo continuó con su tarea inicial, procurando ser una madre que poseía entereza y fortaleza.
—No, cariño. Pero llamará, no te preocupes, cielo. Solo estará ocupado.
—Han pasado cinco meses...—dejó escapar Pedro.
—Pedro.—Compartió con Pedro una mirada como de quien tiene un acuerdo tácito. Carla no lo vio, las lágrimas quemaban sus ojos, los cuales apuntaban hacia abajo—. Vuestro padre tiene muchas cosas que hacer.
—Lo echo de menos.
—Todos lo hacemos, mi niña.—Nuria se arrodilló frente a ella y le alzó el compungido rostro con las manos. Le sonrió ampliamente—. Y ahora sonríe, que las princesas están mucho más guapas sonriendo.
Carla asintió e hizo caso a su madre, sonriendo todo lo que pudo, hasta que los músculos de sus mejillas dolieron.
De vuelta al presente, Carla abrió los ojos y los clavó en algún punto indefinido notando las lágrimas rodar por sus mejillas. Eran recuerdos que se le clavaban en el corazón como astillas y que, no obstante, no era capaz de olvidar a pesar de que era bastante pequeña cuando pasaron.  La vida era tan irónica a veces.
El sonido de la puerta hizo que sufriese un sobresalto.
—¿Hola?—preguntó a su espalda la voz de un chico.
Carla rápidamente se secó las lágrimas con las palmas de las manos y se levantó. Menuda rachita de mala suerte que llevaba, hoy no era su día. Se le estaba acumulando todo: Tener que quedarse sola haciendo cosas que se le hacían cuesta arriba, llorar como una cría por cosas que habían pasado hacía diez años, que llegase un cliente y encima tener que fingir ser amable.
Se giró y contó hasta diez.
—Buenas tardes.
—Buenas.—Un chico joven en una chaqueta negra de cuero y con el pelo rubio ligeramente húmedo le sonrió ampliamente aunque su expresión estaba surcada de un poco de incomodidad, seguramente por sus ojos rojos y aun lacrimosos—. Espero que estéis abiertos.
Carla asintió con la cabeza y fue hasta el mostrador para quitar la música y además terminar de quitarse los restos de sus mofletes. Luego se volvió hacia el muchacho e intentó darle su mejor versión de sonrisa amable.
—Si necesita cualquier cosa, hágamelo saber.
Iba a caminar hacia donde estaba antes y seguir con su tarea; sin embargo, se quedó quieta cuando el chico avanzó hacia ella sin abandonar su sonrisa y le tendió un paquete de pañuelos que se sacó de su chaqueta.
—Toma, creo que a ti te hace más falta que a mí.
—No me hacen falta, estoy perfectamente—le respondió hoscamente. No pudo evitarlo, le había salido solo.
¡Si es que con el humor que arrastraba lo que menos se le antojaba era aguantar al simpatiquillo de turno! Ella no era la educada de la familia, para ello ya estaba su madre. Ella era otras cosas, ordenada, por ejemplo, pero no tenía demasiada paciencia. Esperó a ver una expresión confundida o aturdida en el atractivo rostro del chico, quizás incluso molesta.
No perdía su sonrisa ni por esas.
—Además no me llames de usted. ¿Qué tenemos? ¿La misma edad?—continuó él como si no hubiese escuchado su comentario. Su mano, que le tendía los pañuelos, siguió alzada sin moverse. Carla notó que un calor avergonzado le subía por el cuello—. Y sí, me gustaría que me ayudaras. Para empezar, cogiendo un pañuelo que un desconocido con buenas intenciones te tiende. Te prometo que son totalmente inofensivos.
La chica vaciló antes de animarse a sonreír, ahora sí, sincera y atoradamente, y aceptó un pañuelo con el que enjugó algunas lágrimas rezagadas y se secó la parte de abajo de la nariz por si tenía algún moquillo.
—Gracias...
Él se encogió de hombros, su sonrisa no tambaleó en ningún momento.
—Y ahora, ¿podrías ayudarme a mirar un regalo? La verdad es que soy bastante malo con estas cosas.
Carla miró el trabajo que tenía por hacer y decidió que su madre preferiría que atendiese a un cliente antes que colocar los adornos. Hasta ella lo prefería.
—Está bien. Para el chico de los pañuelos podré hacer un esfuerzo por dejar las decoraciones navideñas un rato—dijo, permitiéndose bromear un poco para relajar la tensión que ella misma había creado—. ¿Para quién sería el regalo?
—Gracias por semejante honor—contestó él siguiéndole la broma—. Para una chica. Es para una chica.
Carla se permitió un momento para mirarlo atentamente, fingiendo que estaba pensando: Tenía los ojos verde claro, el pelo ligeramente largo y liso de color rubio y una enorme sonrisa que no podía ser más que realmente verdadera. Era más alto que ella y delgado, sin músculos aparentes. Era atractivo, de eso no había duda. Luego asintió. Ella era una chica, ¿qué podría gustarle a ella?
—Mmm. Las tazas siempre son una buena opción cuando no se sabe qué regalar. O un marco de fotos. Quizás incluso un paraguas.—Conforme iba enumerando, se fue paseando por la tienda, señalando donde podía encontrar cada cosa. No era una tienda especialmente grande pero había que saber mirar bien—. Si le gusta cocina, tenemos por aquí artículos de cocina: Moldes, packs para hacer pastelitos...—Perdió de vista al chico al meterse detrás de una estantería—. Llaveros si es un detallito... No sé.
 Volvió al mostrador y miró al chico, quien observaba una taza en una estantería. ¿En serio la había dejado hablar y hablar sobre productos cuando él se había quedado con lo primero que había nombrado?
—¿Algo que le llame la atención?
—¿Qué habíamos dicho de llamarnos de usted?—Carla articuló un perdón con los labios. Él caminó hacia ella con una taza en la mano y su gran sonrisa marca de la casa. A Carla comenzaba a llamarle la atención los graciosos hoyuelos que se le formaban al sonreír—. Me gusta esta, me ha resultado mona.
Carla se colocó frente a la caja registradora tras asentir y agarró la taza para meterla en una caja. Soltó una carcajada cuando la vio. Era una blanca con unas letras escritas donde se leía: "Hoy el día va a salir redondo" acompañado por dos donuts dándose la mano. No le extrañaba nada, era una de las mejores que tenían.
—¿He dicho algún chiste?
—Es la misma que tiene mi hermano en casa—explicó—. Es una de mis tazas favoritas. ¿Quieres que la envuelva?
—Me siento poco original—bromeó el chico—. Sí, envuélvemela.
—Serían cinco euros.—Cogió papel y lo envolvió. Era peor que mala haciendo esto, nunca se le habían dado bien las manualidades y cuando tocaba liar algo, aunque fuera el bocadillo del instituto, gastaba la mitad del papel en intentar que quedase decente—. No te asustes si queda un poco mal—dijo al ver el estropicio que estaba armando.
El chico se mordió el labio, con total seguridad aguantándose la risa, y observó el trabajo de Carla.
—¿Quieres que lo haga yo?
—A no ser que quieras entregarle "esto"—ni siquiera sabía cómo exactamente definirlo— a tu novia, mejor que lo hagas tú.
Ni siquiera sabía por qué le había dicho eso, no le importaba lo más mínimo si el regalo era para su novia, su madre o su hermana pequeña, y en cambio la pregunta podía interpretarse como que quería indagar.
—¿Puedo?—preguntó él a su vez ignorándolo, para suerte de Carla, y señalando con la cabeza el mostrador.
Carla inmediatamente afirmó. El chico dio la vuelta por donde antes lo había hecho la joven y se puso a su lado; ella le dejó sitio y lo miró mientras él, con pasmosa habilidad, se envolvía su propia compra. Tenía dedos largos y bonitos, sin perder la masculinidad. Carla se abstrajo con los ojos fijos en el movimiento de sus manos, su mente volando lejos.
Por eso, cuando el chico habló, le costó un instante entender a qué se refería:
—No es mi novia.—No perdió de vista su trabajo, colocando cinta adhesiva, pequeños trozos en sitios concretos—. Es para mi hermana mayor.
— ¿Cómo?
—Has dicho que el regalo es para mi novia. No es así. Es para mi hermana.
—Ah—respondió sin saber qué más decir y apartó la mirada clavándola en el exterior. Tenía la leve esperanza de que no la hubiese oído—. Tampoco me es relevante si la tienes o no. Ni siquiera sé tu nombre, como para que me importe tu novia.
Otra vez le había salido la vena desagradable. No era su intención, de hecho la frase en su cabeza sonaba chistosa, simpática. Pero dicha en palabras era lo más antipático del mundo. Quiso darse de cabezazos contra la pared más cercana.  
El chico terminó de poner celo y admiró un momento su obra antes de girarse hacia Carla y tenderle una mano. La chica se sorprendió de nuevo al comprobar que su sonrisa no había titubeado y seguía viéndose totalmente sincera, cristalina, paciente, sin ningún deje de fastidio. ¿Es que nada nunca le molestaba?
—Soy Álex.
—¿Qué?
—Álex. Soy Álex. Alejandro en realidad.  Ahora ya sabes mi nombre, puesto que parecía preocuparte.
—No me preocu...
Álex rodó los ojos y movió la mano.
—Deja de replicar todo lo que digo—la interrumpió pícaramente—. Dame simplemente la mano y dime tu nombre. Tan sencillo como eso.
—Mi nombre es Carla.—Le estrechó la mano e intentó contenerse, pero irremediablemente no pudo—. Y yo no replico todo lo que dices.
—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que acabas de hacer ahora mismo?
—Yo...
—Toma.—Hurgó en un ágil movimiento en sus pantalones y sacó un billete de cinco euros. Carla se calló—. A ver si así te pones a hacer otra cosa y puedes dejar de saltar por todo, gatita.
Carla se sonrojó por décimo quinta vez por lo menos. Lo que más la cohibía era que todo se lo decía con una sonrisa, sin molestia alguna, y eso a ella solo la hacía sentir peor por tratarlo así. Además de ese espontáneo mote, era como demasiado... íntimo, ¿no?
Agarró el billete y tecleó en la caja registradora. Álex, de mientras, salió de detrás del mostrador, medio sonriéndose a sí mismo, y se puso a mirar las estanterías y la tienda hasta que volvió a colocarse en el mostrador justo cuando Carla metía su compra en una bolsa.
—Ya está, toma, Álex.
Pero Álex no la miraba a ella sino que sus ojos estaban fijos en su libreta de matemáticas. Carla se sintió extrañamente incómoda esperando a que él dejase de observar las cuentas.
—¿Álex?
—Tienes algunas ecuaciones mal hechas—le dijo sonriéndole amablemente.
—¿Cómo?—le respondió ella ceñuda.
—Estoy en primero de carrera de Farmacia y doy cosas de matemáticas. No te ofendas pero algunas cosas, detalles más que nada, están mal.
—¿Puedes decirme uno?—le preguntó ella dejando a un lado su regalo e inclinándose sobre la mesa para poder atisbar ella también el cuaderno.
Álex giró la libreta un poco hacia ella y se apoyó de tal forma que sus rostros quedaban, en opinión de Carla, excesivamente cerca. No obstante, no le dio importancia y se concentró en lo que realmente le interesaba. El chico señaló una y le explicó su error. Ella no pudo menos que llevarse una mano a la frente.
—No me lo puedo creer—rezongó—. Menudo fallo tonto. Así es imposible que apruebe.
—No te desanimes—la animó él y le dio un apretón amistoso en la muñeca que tenía en su cara—. Es cuestión de aprender a fijarse.
Ella apartó su mano y volvió a mirar con cierto resquemor el cuaderno. Luego lo miró a él y le dirigió una sonrisa tímida.
—¿Podrías decirme el resto de fallos en esta página? ¿Por favor?
Álex se limitó a coger el móvil y al instante lo guardó de nuevo.
—Vas a tener suerte, tengo un ratito libre.
—Muchas gracias. Ven, puedes sentarte aquí y yo me pondré aquí—dijo señalando con la mano el taburete donde ella había estado antes y la silla donde se había situado su hermano mientras hacía las cuentas, y sonrió de oreja a oreja.
Álex debió fijarse en eso porque durante un instante a la joven le pareció que se sorprendía ante semejante buen humor. Se recuperó al momento y asintió, colocándose en el lugar que ella le había indicado. Carla tomó asiento en el lugar de Pedro, volviéndose hacia Álex. Él ya tenía toda su atención puesta en el cuaderno, con el entrecejo fruncido y una profunda mirada de concentración. La chica esperó pacientemente, moviendo el pie y atenta a todo gesto que él hiciese. Pero todo lo que él hacía era recorrer cada ejercicio con un dedo y comentar entre dientes cosas que Carla no llegaba a escuchar ni por asomo.
—Tienes uno o dos errores demasiado importantes como para que no sean un simple despiste y ya el resto son detalles que has pasado por alto.
Y pasó a explicarle exactamente cuál era cada fallo, ganándose suspiros, bufidos y frustraciones internas por parte de Carla, que no podía menos que reprocharse ser tan atolondrada a veces. Álex, cada vez que ella se mostraba desanimada, le apretaba amablemente la mano y le levantaba las comisuras de los labios con un bolígrafo para que borrase su expresión seria.
Cuando acabaron la hoja de ejercicio y él le había explicado minuciosamente cada fallo, por qué lo era, cómo debía hacerlo, algún truquillo para que no se le olvidase, ya había anochecido completamente fuera y todo lo que iluminaba la calle eran las farolas. No debían ser más de las ocho pero en invierno anochecía antes. Ello solo acrecentaba la sensación de Carla de que el invierno era una época lúgubre y turbia.  
—Ya está acabada la hoja. Y será mejor que me vaya yendo ya, se me ha hecho bastante tarde—dijo Álex pasándose una mano por el pelo.
Carla cerró el cuaderno, no deseando ver más esas endiabladas matemáticas por lo que quedaba de día, y le sonrió con todas las ganas que pudo. No era una sonrisa falsificada ni por cortesía, le estaba saliendo realmente del corazón.
—Muchísimas gracias. Seguro que tus consejos me ayudan mucho.
—No ha sido nada, Carla—replicó él con modestia y se levantó, cogiendo de paso también el regalo.
Movida por un instinto aparecido de un lugar desconocido, Carla le agarró de la muñeca, deteniéndolo. Álex no pudo evitar mostrarse sorprendido.
—No, es en serio. No tenías necesidad de quedarte aquí y ayudarme, a una desconocida, y sin embargo lo has hecho porque sí. Gracias.
Álex, cada vez más perplejo y con algo tras sus ojos que Carla no identificó, se encogió de hombros sin darle importancia. A pesar de que la situación gritaba incomodidad por los cuatro costados, Carla no pensó que debiese apartar la mano en pleno acto de sujetar al chico. Y no lo hizo.
—No me agradezcas nada, ha sido entretenido.
—Todo lo entretenidas que puedan ser unas matemáticas—bromeó ella.
—Sí, bueno, ya. Tienes razón.—Y le sonrió.
No había seco ni nada por el estilo, solo educado, sin embargo fue suficiente para que un silencio se abriese ente ellos cuya tensión casi cortaba. Y entonces sí, Carla lo dejó ir casi como si su contacto quemase y se pasó la mano por el flequillo, peinándolo aun a sabiendas de que no estaba despeinado. Álex terminó de salir de detrás del mostrador y luego se giró hacia ella. No obstante, su sonrisa no era tan plácida como antes.
Carla sabía que algo había acudido a su mente, algo le había hecho pensar en cosas que lo hacían estar pensativo. Si bien no tenía ni idea de qué podía ser, algunas ideas pasaban por su mente.
—No te entretengo más, tranquilo, tendrás prisa—le dijo amablemente Carla. No estaba molesta por el cambio de humor, quizás solo un poco confusa—. Ya nos veremos por ahí, supongo.
—Seguro—le dijo él—. Y si nos vemos, ya te contaré cómo me fue con el regalo.
—Claro, ojalá le guste.
—Sí...—Álex cogió aire, un gesto obvio que a Carla no le pasó desapercibido, y le dirigió una de sus sonrisas abiertas—. Adiós, un placer.
—Adiós—contestó ella y agitó la mano en el aire en un gesto de despedida.
Un segundo después, salió de la tienda.
Carla miró la puerta por la que había salido. Y entonces se dio cuenta de que gracias a Álex había dejado de llorar con facilidad y no habían vuelto a retornar a su mente los recuerdos que la habían atosigado antes. Teóricamente no solo le había hecho el favor de ayudarla con las matemáticas sino también ese.
Al menos no iba a tener problemas con los ejercicios de esa página, todo había quedado claro. Y se lo había pasado hasta bien aprendiendo con Álex. Si bien la tenía confusa su cambio de humor.
Con un estiramiento de brazos por encima de la cabeza, se dispuso a ordenar las figuras que había dejado por en medio mientras pensaba en lo ocurrido por la tarde, pudiendo así no pensar en otras cosas.

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-Lena

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