viernes, 18 de diciembre de 2015

La magia de la navidad. Capítulo 3

¡Hola, bichines!
Lo sé, lo sé. 
"¿Dónde has estado? ¿Y ese horario que te habías hecho? ¿No subías miércoles y sábados? ¿Qué haces aquí un viernes?"
Soy un desastre. Soy consciente. Pero tengo una buena excusa. Veréis... Yo... Y entonces... Así que... Y al final... Y esa es la historia de por qué no he traído capítulo antes. ¿A que ha quedado todo totalmente claro?
Ahora sin bromas, he estado liadísima con la universidad y con dolores de cabeza (porque sí, me pongo mala más a menudo de lo que querría). De hecho, omitamos el hecho de que yo debería estar ahora mismo estudiando a Luciano y no subiendo entrada. Pero no quería dejaros más sin el capítulo 3 (recién salido del horno, por cierto, acabadito acabadito de escribir). Además, reconozcámoslo, Luciano, todos te queremos mucho no creo ni que sepáis quién es, antes no lo sabía ni yo pero lo que hay entre los bichines y yo no es comparable y se merecen este capítulo. Es una relación difícilmente equiparable a nada. 
Y nada, bichines, aquí os lo dejo.
Como dato informativo, he sufrido un poco un montón escribiéndolo, no sé por qué. Pero me ha llegado a la patata. A ver si a vosotros también os pasa (que no es que quiera que lloréis ni na'). ¡A disfrutadlo! O sufrirlo, ya como veáis
Nada más por mi parte, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!

CAPÍTULO 3
La muchacha se encontraba tras una estantería con el hilo para colgar de una figura de un muñeco de nieve sujeto entre sus dientes mientras buscaba un lugar para colocar otro adorno de un Papá Noel cuando sonó la puerta de entrada. Ya había indicado con un cartel que la tienda no estaba abierta, puesto que hacía rato que la hora de cerrar había pasado—debían de ser más de las nueve y media—, así que solo podían ser su madre y su hermano.
—Ten cuidado—oyó que decía la voz de su madre.
—Sí, sí—masculló Pedro con malhumor.
Carla se asomó desde detrás del mueble y lo que vio la dejó petrificada de la perplejidad: Ambos cargaban, con evidentes esfuerzos, un enorme árbol de navidad aparentemente más alto que el propio Pedro, que medía entre el 1,75 y el 1,80.
—Carla, cosa preciosa—le dijo Pedro con obvia ironía, mirándola como si la sangre no le llegase correctamente al cerebro a la chica—, ¿te importaría sacarte lo que seas que llevas en la boca, lo cual no puede ser más preocupante, y ayudarnos?
Carla dejó el muñeco de nieve y el Papá Noel en una balda y se acercó a ellos.
—¿Qué es eso?—Les sujetó la puerta para que les fuera más sencillo terminar de meter semejante mole.
Nuria, en silencio, se limitó a arquear una ceja ante la pregunta pero, como le faltaba el aliento por el esfuerzo de empujar para que la parte baja del árbol cupiese por la pequeña puerta, no dijo nada. Fue Pedro quien, más acostumbrado a hacer deporte y con mayor resistencia física, respondió:
—En serio, hermanita, sea lo que sea lo que te has tomado en nuestra ausencia para tal alarde de inteligencia, yo también quiero un poco—bromeó sonriendo burlón—. Se le llama árbol de navidad.
Carla lo fulminó con la mirada.
—Ya sé lo que es. Quería decir que qué hace aquí.
Por fin consiguieron meterlo dentro y lo pusieron en pie. El árbol se irguió en medio de la tienda como un lío descomunal de ramas verdes desordenadas. Lo único que podía pensar Carla era que eso iba a costar demasiadas horas decorarlo y que le iba a faltar tiempo para salir despavorida.
—¿Qué hace aquí?—repitió siguiendo a su madre afuera del establecimiento. Su hermano se quedó dentro ordenando el caos que era el nuevo miembro de los adornos navideños.
—He convencido a Pedro de comprar uno porque creo que, si se ve desde el escaparate, va a dar muy buena impresión—explicó ya recuperada aunque con alguna perla de sudor decorando su frente.
Llegaron al coche y Nuria depositó sin pedir permiso una caja en los brazos de su hija. Ésta la miró, no sin desagrado y cierta suspicacia, y luego a su madre, quien le devolvió la mirada tras cerrar el maletero, esbozando una inocente sonrisa.
—¿Por qué me miras así, cariño?
—No sé si quiero preguntarte qué hay en esta caja...—murmuró Carla.
—Cosas para el árbol, por supuesto—respondió su madre sin percatarse, en apariencia, del tono de desasosiego que poseía su hija en la voz—. La abuela nos las ha dado. Por lo visto las tenía guardadas sin ningún uso en el trastero.
Carla depositó, otra vez, una caja llena de adornos en el mostrador. Casi se estaba estremeciendo de pensar en más horas dedicadas a esa labor tan aburrida. Menos mal que tenía pensado poner pies en polvorosa tan pronto como fuese necesario.
—Ahora entiendo por qué no querías que nos enteráramos de adónde tenías pensado ir.
—Eso fue lo mismo que dije yo cuando llegamos a la tienda—rezongó Pedro.
—Sois los dos unos exagerados—dijo Nuria con una enorme sonrisa—. La tienda va a quedar preciosa. Quiero decir, más. La has dejado muy bien, cielo—dijo admirando el trabajo de Carla.
Ella estuvo entre hinchar el pecho de orgullo o suspirar de solo recordar lo coñazo que era hacer esa tarea, y más si era sola. Por lo menos, gran parte de la tarde se le había pasado volando gracias a Álex.
—¿Qué tal te ha ido la tarde?—se burló Pedro—. Por tu cara... Déjame adivinar... ¿Tan bien que accederás a ser tú la que se dedique al arreglo del árbol?
—Más quisieras, hermano.
—Lo vas a disfrutar y lo sabes.
—Tanto como tú la colleja que te vas a acabar ganando—siseó ella, lanzándole una sonrisa algo salvaje.
—No seas tonta—le dijo y se acercó a ella para pasarle un brazo por los hombros. Estuvo tentada de apartarse; su hermano, siendo cariñoso, tenía más peligro que siendo agresivo—. No podrías llegar a mi nuca ni con tacones. Y aunque así fuera, no te ofendas, pero creo que el sufrimiento de tu torta con el que tú has pasado esta tarde no es comparable.—Y para finalizar con su mofa, le revolvió el pelo.
Antes de que pudiese responder, su madre volvió de la trastienda y los miró riéndose.
—Anda, dejad de picaros. Os invito a cenar adonde queráis.
—Pizza—exclamó Carla.
Pedro sacudió la cabeza.
—Pero si pizza comimos hace nada. Yo prefiero mexicano.
—¿Y eso no lo comimos hace poco?—replicó Carla alzando una ceja.
—Pues no, listilla, lo comimos...—Clavó la vista en un punto indefinido mientras contaba con los dedos.
—Antes de ayer—lo ayudó Carla.
Nuria observaba la conversación con una mezcla de resignación y diversión aunque sabía perfectamente el final de las riñas de sus hijos: Acabarían echándolo a cara o cruz y Pedro le cedería a Carla la victoria. Se picaban como verdaderos críos pero no podían vivir el uno sin el otro.
—¿Y si lo decidís por el camino?—sugirió finalmente su madre—. Total, ambos lugares están en la misma zona de la ciudad.
Carla y Pedro perdieron por fin el firme contacto visual que estaban manteniendo para ver quién se imponía a quién y se giraron hacia la mujer, quien ya estaba cogiendo los chaquetones de la percha. Volvieron a mirarse y, tras unos segundos, respondieron al unísono:
—De acuerdo.
Nuria sonrió y les tendió los abrigos.
—Perfecto. Pues vamos.
Se abrigaron, recogieron las pocas cosas que estaban por en medio rápidamente, apagaron las luces y cerraron, dejando la tienda perfectamente decorada con el árbol ocupando media tienda para el día siguiente.
Mientras su madre cerraba, Carla miró el belén del escaparate, rememorando los recuerdos que la habían atormentado y la llegada de Álex. No sabía ni el cómo ni el porqué, a pesar de su malhumor inicial, ahora se encontraba perfectamente contenta y alegre, todos esos nubarrones negros anteriores bien lejos. Era extraño.
No sabía exactamente cómo definir la tarde, en todo caso mala no. Sin darse cuenta, estaba incluso sonriéndole al belén, cuando hacía solo unas pocas horas había estado llorando con una de sus figuras en las manos.
Un brazo sobre sus hombros la distrajo de sus pensamientos y se volvió hacia un rostro escrutador.
—¿Qué pasa, Pedro?—preguntó, si bien no se separó del abrazo de su hermano. Esta vez no parecía querer chincharla.
—Parecías estar a kilómetros de aquí. ¿En qué pensabas?
—En que papá perdió el bastón de san José Dios sabe dónde.—Al instante de que tales palabras saliesen de su boca, se arrepintió—. Y bueno, que el niño Jesús tiene una cara muy perturbadora.
A pesar de que intentó arreglarlo, el daño ya estaba hecho: Tanto su madre como su hermano se veían como si no diesen crédito a lo que escuchaban. Y no era para menos, Carla nunca jamás sacaba el tema de su padre, y nunca era nunca. Y sin embargo ahora se le había escapado de los labios antes de darse cuenta siquiera de que era eso lo que iba a decir. Debía ser porque el tema estaba en su subconsciente.  
Inmediatamente Pedro y Carla dirigieron los ojos hacia su madre, la que peor había llevado el hecho de que su padre hacía años los abandonase sin prácticamente dejar rastro. Nuria se quedó momentáneamente paralizada con las llaves a punto de girar en la cerradura de la verja, y Carla vio cómo cogía aire trémulamente con un débil movimiento de hombros antes de cerrar y ponerse en pie.
—¿Mamá?—murmuró Carla con una mueca.
—¿Estás bien?—preguntó Pedro a su vez.
Nuria asintió y su enorme sonrisa no titubeó ni un segundo. Carla no tenía claro si se hacía la fuerte o si verdaderamente en los últimos años ya lo había superado a base de no sacar el tema e ignorar que alguna vez sucedió. Así era, en todo caso, cómo Carla había logrado sobrellevarlo, fingiendo que jamás había pasado.
—Sí, por supuesto. Vamos a cenar, me muero de hambre.
Hijo e hija movieron afirmativamente la cabeza y sonrieron yendo hacia el coche, llevando a cabo la misma táctica que seguían desde hacía muchos años: Permanecer lo más unidos que podían mientras el mundo a su alrededor se tambaleaba siempre por el tema del padre de la familia.

-_-_-_-_-_-
La Carla de dieciséis años abrió los párpados y lo que encontró le heló la sangre en las venas.
Ante ella, se reproducía una de las tantas escenas que, durante años, habían atormentado tanto sus momentos despierta como dormida, y ella, en una esquina de pie, no podía moverse, ni hablar, ni interactuar de ninguna forma, solo mirar. Era plenamente consciente de que esto debía ser un sueño pero no había forma humana de despertar por más que quisiera. Era obvio que su mente quería torturarla así que cogió aire trémulamente y, con una mezcla de sensaciones, se concentró en lo que estaba pasando.
Una Carla más pequeña, de seis añitos, sonrió emocionada desde su asiento en las rodillas de su padre—ante su visión, la adolescente no pudo menos que estremecerse— al ver aparecer a su madre con una caja en brazos, la cual depositó en la mesa del salón.  
—Mirad lo que traigo.
—Voy a ir a coger el árbol—dijo Juan con la sonrisa intuyéndose en sus palabras.
—¡Vamos a montar el árbol, vamos a montar el árbol!—canturreó Carla poniéndose en pie de un ágil salto y colocándose alegremente junto a su madre. Juan abandonó la habitación, para alivio de la Carla mayor—. Pedro—lo llamó la chiquilla, mirando a su hermano sentado en la esquina del sofá, con, como siempre, el mando de la televisión en sus manos y una mueca entre disgustada y aburrida—, ¿no estás ilusionado? Por fin vamos a montar el árbol. ¿No te parece genial?
Pedro pareció por su expresión que contenía un suspiro y abandonó su posición arrellanada en el sofá para levantarse también.
—Claro, hermanita—le respondió—. Me parece genial.
La pequeña no fue capaz de intuir el tono nada ilusionado de su hermano; Nuria—y la otra Carla—, sin embargo, sí, y se mordió el labio dándole un vistazo rápido a su hijo. La joven que estaba soñado recordaba que Pedro había perdido mucho entusiasmo en el último tiempo con la navidad y más específicamente con las actividades en familia y, a juzgar por su rostro, Nuria sabía el porqué. Y la chica de dieciséis años, también.  
—Llevo todo el año deseando que sea navidad y ya por fin está aquí.
Carla, por el contrario, seguía tan ajena a lo que ocurría como correspondía a una niña de su edad, y aun hoy la Carla adolescente se preguntaba cómo había dejado escapar tantos detalles.
Nuria abrió la caja y, mientras el padre aún cogía el árbol, los tres hurgaron en ella para ver qué adornos había del año anterior. Enseguida, Pedro agarró un espumillón y se lo colocó a Carla en el cuello. Tanto la Carla mayor como la pequeña sonrieron. Algunas cosas nunca cambiarían.
—Qué guapa estás, mi niña—comentó la madre y dejó con dulzura un suave beso en la mejilla de su hija.
—Gracias, mami.
—Ya traigo aquí conmigo el árbol para decorarlo—anunció Juan con tono cantarín y entró en el salón con él para luego depositarlo en el suelo. Rió al ver a su hija—. La niña más preciosa de la casa.
Carla sonrió henchida de orgullo ante el piropo y corrió inmediatamente hacia él para admirar el árbol, aunque siempre era el mismo.
—Es... Enorme. Y fantástico.
—Es el de todos los años—replicó Pedro.
—Pedro...—lo amonestó Juan sin mirarlo siquiera, ordenando las caóticas ramas.
Solo la joven de dieciséis años y Nuria vieron la mirada enfadada y resentida que el hijo le lanzó al padre. Duró un único segundo pero fue suficiente.
Nuria se vio algo dudosa, como si quisiese decirle algo o a Juan o a Pedro. No obstante, sus hombros se movieron al ritmo de una respiración profunda y, tras pasear la vista de su marido a Carla y vuelta, habló:
—Voy a ir a la cocina. ¿Queréis que traiga polvorones?
—¡Sí!—dejó escapar Carla con un grito y dio palmadas—. ¡Por supuesto!
—Yo también quiero.
—Y yo.
—Oído—contestó Nuria asintiendo una sola vez y ahora fue ella la que salió del cuarto.
—Princesa—llamó Juan a su hija y ésta ladeó la cabeza—, ¿por qué no vas trayendo ya algunas bolas para ir poniéndolas?
La Carla adolescente sintió que parte de aire abandonaba sus pulmones. Princesa... Su pequeña princesita...
La pequeña asintió repetidas veces y avanzó casi corriendo a la caja. Juan volvió la cabeza hacia su hijo y le sonrió con ganas, sin obtener una respuesta similar de Pedro.
—Y tú, campeón, ¿y si me traes algo de espumillón como el que tiene tu hermana en el cuello?
—Vale.
La Carla más mayor lo miró fijamente. Definitivamente se dio cuenta enseguida de lo que pasaba con su padre.
Mientras ambos hermanos rebuscaban en la caja y asían lo que les había pedido Juan y a la vez que Nuria entraba en la habitación con una bandeja con dos vasos de zumo, una botella de agua y café, junto con un plato llenó de polvorones, la música de un móvil al recibir una llamada sonó. Tanto Nuria como Pedro dirigieron al instante sus ojos a Juan, que era de donde venía el sonido, los dos medio paralizados en sus asientos. La muchacha de dieciséis años también tensó cada músculo de su cuerpo.
—Papá, ¿te están llamando?—preguntó inocentemente la pequeña, volviendo solo a medias su cabecita.
Juan no respondió inmediatamente, antes se sacó el teléfono del bolsillo y comprobó quién era. La joven sintió que enfermaba al ver cómo el semblante de su padre se iluminaba.
—Sí. Están llamándome, princesa. Y tengo que responder. Ahora vuelvo.—Y cruzó la puerta hacia la cocina sin siquiera mirar a Nuria, descolgando al mismo tiempo.
Y antes de poder ver nada más, Carla se despertó por fin envuelta en sudor y temblores en su cama. Se quedó mirando un punto fijo de la oscura pared de su habitación y notó las lágrimas resbalándole por las mejillas ante un sueño que no recordaba al cien por cien pero que sí sabía de qué trataba, y ya solo eso era suficiente para hacerla sentir una horrible presión en el pecho.
Encogió las rodillas y ocultó la cabeza en sus brazos apoyados en éstas, sollozando en silencio.
No podía evitar, aunque lo había intentado con todas sus fuerzas durante diez años, que cada recuerdo con su padre fuese como punzones en su alma que la machacaban hasta límites insospechados. Debería superarlo, era consciente. El tiempo todo tenía que curarlo. ¡Habían pasado nada más y nada menos que diez años! La lógica dictaba que ni siquiera debería recordar estas cosas.
Y, aún así, cada navidad lo hacía. Cada navidad lo pasaba mal por una persona que había abandonado a su familia, una persona que había mancillado una época entera del año, una persona que no merecía sus lágrimas.
Odiaba la navidad. No era mágica. No era más que puro marketing. Odiaba lo que su padre había hecho. Y odiaba cada día de frío y regalos y decoraciones que le recordaban que nunca había disfrutado de una figura paterna.
La joven miró, cuando las lágrimas se lo permitieron, el reloj y, al ver que eran las cinco, decidió que ya se había desahogado bastante. Se secó las gotas con el dorso de la mano, se pasó las palmas por las mejillas, cogió aire con un jadeo, mantuvo unos minutos los ojos cerrados para serenarse y se volvió a acomodar en la cama.

Por suerte, a los cinco minutos volvió a dormirse plácidamente. 

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-Lena

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