domingo, 6 de diciembre de 2015

La magia de la navidad. Capítulo 1

¡Hola, bichines!
Os dejo por aquí el capítulo 1 de La magia de la navidad para empezar a disfrutar de verdad con ella. No me voy a enrollar, I promise. Solo deciros que espero que os guste y queráis más de ella. ¿Todos listos? ¿Todos preparados? ¿Todo apunto? ¡Pues vamos a ello!
Y nada, bichines, ¡hasta la próxima entrada! ¡Besos mil!

CAPÍTULO 1
Ya las calles prácticamente olían a navidad, a frío con tazas calientes de chocolate o café y  bufanda y guantes.
Y, para la adolescente de dieciséis años Carla, también a pequeñas heridas en las manos, provocadas por el frío cuando no se pone los guantes, y a nariz roja y mocosa. Su época del año favorita no era el invierno, sin ninguna duda. Lo único que le gustaba, quizás, era poder tener la excusa perfecta para tomar un chocolate caliente cincuenta veces al día, alegando (más para su conciencia que otra cosa) que el tiempo estaba gélido y que algo calentito era lo que realmente necesitaba.
Y precisamente una taza humeando con olor achocolatado era lo que reposaba en ese instante en el mostrador de la tienda, justo al lado de un cuaderno repleto de cuentas que, para Carla, hacía tiempo que había dejado de tener sentido.
«Las matemáticas apestan lo más grande», pensó apoyando la mejilla en la mano y mirando apenada sus intentos, fallidos casi sin ninguna duda, de estudiar. A este paso, sería milagro que aprobase el examen de unas semanas.
—¿Qué tal lo llevas, cielo?—preguntó Nuria, su madre, ordenando pulcramente unos objetos en una de las estanterías y echándole de mientras un rápido vistazo a su hija.
Carla suspiró y encogió un hombro.
—Ahí voy—respondió, dejando escapar un débil suspiro—. Pero estoy un poco atascada con algunas cosas.
—Si me lo hubieses dicho antes, cariño, podría haberte apuntado a una academia y así no te estarías agobiando tanto.
—Quiero sacarlas yo sola. Las matemáticas nunca han sido un problema.
—Pero, ¿crees que es un problema como para suspenderlas?
—No.
—Ya me lo imaginaba, tú eres muy lista, mi niña.
Su madre, cariñosa, le revolvió el pelo al pasar por su lado en su camino a la trastienda. Durante un momento, Carla se sintió culpable de haberle mentido: Si seguía así de perdida para el último examen, ya debía ir barajando el suspenso como única opción.
Carla cogió aire con fuerzas y agarró la taza de chocolate para darle un sorbo que, si bien no le curó las penas, al menos le calentó la garganta y el estómago, y le animó el paladar.
—Eres muy tozuda, hermanita.—Pedro, a su lado y escribiendo a toda velocidad en el ordenador que hacía las veces de caja registradora, le sonrió con una negación de cabeza—. Demasiado, diría yo.
—Le dijo la sartén al cazo—replicó Cara guiñándole un ojo.
Pedro rió, prácticamente dándole la razón. Si algo caracterizaba a los Abad, era la tozudez.
La joven, tras volver a coger aire para darse ánimos y fuerzas para seguir, sujetó el lápiz como un guerrero que sostiene la espada antes de la batalla, y continuó haciendo ejercicios.
No llegó a hacer media fórmula cuando se oyó un jaleo en la trastienda, un ruido como de algo cayéndose. La chica dio un respingo y el lápiz y su concentración se escaparon de su poder. Pedro y ella intercambiaron una mirada sorprendida.
—Mamá, ¿estás bien?—Pedro fue el primero en hablar, girando en su asiento hacia la puerta de la trastienda.
—Sí, sí, solo unas cosas que se han caído.—Salió, caja en brazos, la cual depositó en el mostrador de la parte de arriba de donde Carla estaba haciendo sus ejercicios—. ¿Adivináis qué he rescatado de la zona de la planta de arriba?
—¿Los artículos defectuosos para poner a mitad de precio?—preguntó Pedro.
—¿Los carteles de las rebajas?—aventuró Carla.
—¡Mira que podéis llegar a ser torpes!—Nuria rió—. ¡Las decoraciones navideñas, leñe!
Carla se echó hacia atrás en su asiento y, aunque en el rostro de su hermano no se atisbaba expresión, sus ojos sí que brillaron con cierto fastidio.
—¿Tan pronto? Todavía no estamos ni en Diciembre.
Nuria rodó los ojos.
—Mañana es uno de Diciembre, ya es casi como si lo fuera.
Rascó con la uña la cinta aislante con la que estaba cerrada la caja. Pedro, consciente de que seguía sin interesarle, pasó unas hojas de un cuaderno y siguió tecleando. Carla, por el contrario, miró a su madre aguantándose a duras penas la risa.
—Es cinta de la fuerte, mamá—dijo y rebuscó en su estuche hasta dar con unas tijeras que le tendió—. Anda, toma.
Su madre, con avergonzado sonrojo, le sonrió agradecida, las cogió y rompió la cinta de una sola pasada de las tijeras. Carla jugó con el bolígrafo en los dedos irguiéndose ligeramente para ver qué cosas había dentro, más por no seguir con matemáticas que porque realmente sintiese interés; en lo que a ella respectaba, no había ninguna diferencia entre el fastidio de su hermano y el suyo.
Pero entonces sonó el teléfono en la parte de atrás y su madre esbozó un mohín.
—Vaya...
—¿Quieres que responda yo?—se ofreció Carla.
Nuria negó con la cabeza.
—No te preocupes—contestó—. Seguramente sea una llamada que estoy esperando. Tú sigue con matemáticas.
—Eso, Carla, sigue con tus queridas matemáticas—le dijo Pedro con todo pedante, sonriéndole irónicamente. Se levantó y le despeinó todo el pelo pero sobre todo el flequillo.
Carla refunfuñó e inmediatamente ya estaba dándose con los dedos en él.
—Oye, ¿qué os pasa hoy con mi pelo? Dejadlo en paz.
—Quejica.
Carla le sacó la lengua en toda su totalidad, si bien su hermano no llegó a verla porque ya había abandonado el lugar y entrado en la trastienda. La chica asintió para sí misma y se repitió como un mantra que debía seguir, efectivamente, con matemáticas, por mucho que no fuesen queridas suyas. «Venga, que tú puedes, ¡a por ellas!». Asió el lápiz e hizo un problema que era parte de los deberes.
Desgraciadamente, halló el resultado demasiado rápido y eso le hizo pensar que algo había hecho mal seguro. Resopló, frustrada, y tiró el bolígrafo contra la mesa. Esta asignatura la hacía perder su ya poca paciencia.
—¿Qué te ha hecho el pobre bolígrafo para que le hagas semejante maltrato?—preguntó su hermano, volviendo a sentarse en la silla de antes, esta vez con un nuevo cuaderno a su lado.
—Estar presente mientras hago matemáticas.—Bufó y, entonces, se le ocurrió algo y miró a su hermano con ojos que, sin ninguna duda, hacían verdaderas chirivías—. Oye, Peeeedrooo—cantó.
Pedro se giró hacia ella y adoptó una expresión cautelosa.
—¿Qué te pasa? Miedo me das.
—Tú no podrías echarme una mano con matemáticas, ¿no?
—¿Qué te hace pensar que yo voy a saber cómo se hacen las cosas que tú das en matemáticas?
—Eres el que lleva las cuentas de la tienda, algo tienes que saber.
En su mente parecía una idea lógica. Ahora que la exponía en voz alta, solo parecía disparatada y alocada, una solución precipitada para una situación desesperada.
—Eso sí, pero definitivamente no sé... Lo que quiera que sea que estás dando.
—Probabilidad—saltó Carla, cogió el cuaderno y se lo tendió.
El rostro de Pedro cuando lo agarró y leyó las cuentas fue un poema que indicaba que estaba total y absolutamente perdido.
—Hermanita, lo siento, pero yo en matemáticas de ciertas cosas no me puedes sacar—contestó encogiéndose de hombros y devolviéndole la libreta.
—Pues a ver yo qué hago ahora.
Se echó atrás en su silla y miró el techo, por si acaso allí se hallase una iluminación divina que la ayudase a desentrañar cómo aprobarlas todas para navidades.
—¿Hacer qué con qué?
Como si tuviese un radar materno anti-suspensos, su madre salió en ese momento y la taladró con sus ojos marrones curiosamente. Carla atisbó a Pedro mordiéndose el labio mientras fingía prestar mucha atención a la pantalla. La joven vaciló un segundo, buscando una excusa. Su móvil en un lado de la mesa, silenciado como siempre que se ponía a estudiar, le dio una excusa que, si bien no era la mejor del mundo, podría hacer el avío.
—Que Andrea me ha dicho que qué me parece que el cumple de Núñez sea en unas semanas pero cae el fin de semana antes del examen de matemáticas—explicó y esbozó su sonrisa inocente, ideal para ocasiones como esta—. A ver si puedo convencerlos de que lo cambien.
Pedro aguantó con más ganas la risa, tapándola con una tos, y Carla lo fulminó con la mirada. Había solo una pequeña parte de verdad en su mentira, realmente se acercaba el cumpleaños de Núñez pero aún nadie había empezado a preparar nada.
—Seguro que sí—la animó su madre. Carla dejó escapar lentamente el aire que había estado aguantando—. Bueno, chicos, hoy tengo que ir al almacén a recoger unas cositas. No podré poner la decoración navideña. Y necesito la ayuda de alguien.
Dos resortes perfectamente sincronizados hicieron que tanto Carla como Pedro levantaran las manos a la vez a la exclamación de:
—Yo te acompaño, yo.
Nuria no pudo evitar soltar una sonora y cantarina carcajada. Cuando acabó, la hermana más joven alcanzó a entender en sus ojos que esta vez ella no iba a ser la elegida.
—Esta vez será Pedro quien me acompañe, cielo. Hay varias cosas pesadas para cargar.
La chica no era capaz de ver qué consideraba su madre pesado en una tienda de artículos mayoritariamente para regalo. No lo dijo, ya que solo serviría para que su madre se sintiese contrariada ante un malhumor que muy a menudo, y más en época de exámenes, Carla se esforzaba en ocultar. Cuando sentía que algo la sobrepasada o que no podía controlar un determinado proyecto o suceso, la sobrevenía un actitud agria y desagradable bastante difícil que la hacía complicada de tratar.
—¿Pesado como qué? Que aquí no vendemos cosas grandes.
Se notaba que Pedro siempre había sido más bocazas que ella y que no se callaba una pregunta.
—No sé, Pedro, cosas. Qué preguntón.
Carla se temió lo peor: Su madre solo daba largas de semejante calibre si lo que se traía entre manos era algo que ninguno de sus hijos aprobaría.
Carla y Pedro compartieron una mirada y luego la dirigieron hacia Nuria.
—Mamá, ¿qué cosas? Que tú eres mucho de hacer locuras.
—Qué exagerado.—Nuria rió y cogió de un perchero su abrigo para colocárselo, dando, de tal forma, por acabado lo que iba a decir—. Venga, vamos, Pedro. Y tú, Carla, coloca los adornos en nuestra ausencia. Estaremos aquí seguramente para cenar.
—¿Tanto tiempo vamos a estar en el almacén?
—Puede que hagamos alguna que otra paradita en otros sitios.
Cualquiera sabía qué habría encargado y dónde. Carla sospechó, por el terrible amor que profesaba su madre hacia la navidad, que serían artículos relacionados con esta.
—¿Tengo que poner todos los adornos?—se quejó mirando apenada el trabajo tan tedioso que le quedaba por soportar—. La caja es tan enorme y tiene tantas menudencias para colocar.
—A ser posible sí. Si no te da tiempo, ya te ayudamos mañana a lo que quede.
Carla refunfuñó, su lado arisco en aumento. Se concentró en mantenerlo a raya, hecho que se le estaba volviendo muy complicado. Dios quisiera que nadie entrase a la tienda esa tarde o no iba a ser una buena dependienta que se dijera.
¿Matemáticas o navidad? ¿Qué era menos de su agrado? Ni puñetera idea, era un enfrentamiento que no tenía ganador.
—Volvemos luego, cielo.—Nuria le besó la coronilla y le acarició suavemente la melena—. Te quiero.
Pedro, por su parte, cogió un espumillón de navidad, que era lo que estaba más arriba en la caja, y se lo puso a su hermana de un rápido movimiento alrededor del cuello como si de una bufanda se tratase.
—Pásatelo muy bien—le dijo con tono burlón y, con el dedo índice, le dio un toque en la nariz—. Y sé amable con los clientes. Se te está empezando a arrugar la nariz.
Carla la movió tontamente y se mordió el labio. Era verdad, cada vez que se le estaba volviendo peor el humor, lo hacía, provocando que en ocasiones formase hasta una cara de asco muy acorde a cómo se sentía.
—¿Mejor?
Su hermano colocó el índice y el pulgar frente a su cara con una leve separación y formó con los labios la frase: "solo una chispita". Carla le sonrió. Entonces su madre llegó de donde fuera que estuviese, Carla suponía que encendiendo la calefacción del coche aparcado justo delante de la tienda.
—¡Pedro, venga!
—¡Voy! Adiós, Carla.
La joven movió la mano para despedirlos. La puerta se cerró con un suave sonido y la chica se quedó sola con la decoración. Se permitió desperezarse y soltar una buena sesión de resoplidos, bufidos, quejidos y gemidos.
Si antes decía que las matemáticas apestaban, ahora añadía a esa frase a la navidad: Las mates y la navidad apestaban.



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 -Lena

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